Evangelio según San Marcos 5,1-20

viernes, 31 de enero de
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Llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu impuro. El habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras.

Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante él,  gritando con fuerza: “¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo de Dios, el Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!”. Porque Jesús le había dicho: “¡Sal de este hombre, espíritu impuro!”.  Después le preguntó: “¿Cuál es tu nombre?”. El respondió: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región.

Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña. Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: “Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos”. El se lo permitió. Entonces los espíritus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara -unos dos mil animales- se precipitó al mar y se ahogó.

Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido. Cuando llegaron adonde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor.  Los testigos del hecho les contaron lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos.

Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio.  En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con él.

Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: “Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti”. El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados.


Palabra de Dios



 


P. Germán Lechini Sacerdote Jesuita. Director del Centro Manresa que pertenece a la Pastoral juvenil y vocacional de la Compañia de Jesús en Argentina y Uruguay



Hoy asistimos a uno de tantos Evangelios donde Jesús devuelve al hombre su dignidad, su ser persona. Y, en consecuencia, su ser hermanos nuestros, su pertenencia a la comunidad. Hoy se ve como Cristo se la juega por los derechos humanos, muchos siglos antes de que nosotros supiéramos de qué se trataban. ¿A que me refiero con todo esto? Miremos al endemoniado de Jeraza. Es un hombre que lo ha perdido todo: su dignidad, su ser persona, su pertenencia a la comunidad. Ha perdido el juicio y es tenido por loco, ha perdido sus vínculos humanos, ya no pertenece a comunidad alguna, sino que es un apartado, un excluido, un alejado. Ha perdido toda capacidad de comunicación, ya no es capaz de manejarse con palabras, de entrar en diálogo, de comunicarse. Sino que vive a los gritos. Se le trata mas como a un animal que como a un hombre. Por ejemplo, queriéndolo atar, dominar, someter con grillos y cadenas. Además, él mismo atenta contra su propia vida, hiriéndose con piedras.


Y, por si todo esto fuera poco, se ha ido a habitar junto a los sepulcros, como signo patente que su muerte social es ya una realidad que esta más cerca de la muerte misma que de la vida. Sus contemporáneos, entonces, lo ven como un endemoniado, cosa que es verdad. Había cuenta que este hombre esta allá y ahora viviendo en un Infierno. Ahora bien, Jesús no quiere que este Infierno, que estos demonios, que esta exclusión, que este camino de muerte tenga en la vida de este hombre la última palabra. Jesús, Dios mismo en persona, la vida misma hecha carne, quiere tener también una palabra en la vida de este hombre. Y será una palabra de sanación, y será una palabra de salvación, y será una palabra de humanidad, de restitución de la dignidad perdida y de regreso a la comunidad.


Así, al final de la hermosa escena evangélica, nos encontramos al antes dicho “endemoniado”, sentado en medio de sus hermanos, en su sano juicio, expresándose por medio de palabras, ocupando su sitio en la comunidad. Por si fuera poco, anunciando que el Señor ha tenido compasión de él y lo ha salvado. A la luz de esta meditación, se me ocurre que nosotros debiéramos pedir, cuanto menos, dos gracias fundamentales. La primera: la de ser liberados también nosotros de nuestros propios demonios. Porque, quien mas, quien menos, todos perdemos más de una vez el juicio, todos tenemos algún tipo de enfermedad espiritual que nos aleja de los hermanos, que nos aparta de la comunidad, que nos lleva a comportarnos más en la línea de las tinieblas y de los sepulcros que en la vida de la luz y de la vida.


Pidamos, entonces, al Señor que nos visite también a nosotros, que nos sane el corazón y la conciencia, lugares donde, muchas veces, se nos cuelan demonios. Lo segundo: ojalá podamos actuar en la línea del Evangelio también nosotros como Jesucristo. El llamado es claro: nosotros, cristianos, debemos continuar la senda que Dios nos señala, la de ir al encuentro del excluido, del apartado de la comunidad. Jesucristo nos enseña a jugarnos por la dignidad de aquellos que parecen haberla perdido. Jesucristo nos invita a ir a los lugares de muerte (tantos sepulcros contemporáneos conocemos…) y jugarnos por sus hermanos a favor de sus vidas. Sí, son muchas las personas que están a la espera que nosotros, cristianos del siglo veintiuno, tengamos un gesto de arrojo profético y vayamos a su encuentro. Esperan que, aún en medio de los sepulcros donde habitan, vayamos a llevarles una palabra de vida, vayamos a llevarles a Jesucristo, la vida misma en persona. Que así sea.


 

Oleada Joven