Cambiar de camino no de alma

domingo, 1 de junio de
image_pdfimage_print

Cuando yo era muchacho oí predicar muchas veces que el hombre debía convertirse y que para ello tenía que «agere contra», trabajar contra sus propias tendencias, ir contra corriente de su alma, cambiarse como un guante, al que se da la vuelta. Así, si eras orgulloso e impetuoso, tenías que volverte humilde y un poco apocado; si eras tímido, tenías que convertirte en atrevido; si eras lento, en rápido; si nervioso, en tranquilo; si impulsivo, en sereno.


El paso de los tiempos fue convenciéndome de que este planteamiento no podía ser correcto. En primer lugar, porque era sencillamente imposible de realizar; los años me mostraban que el tímido, tímido seguía; que el impetuoso podía cambiar la dirección de su ímpetu, pero no domeñarlo. Como dice el refrán: «Al cabo de los años md, vuelven las aguas por do solían ir».


Pero, además, yo pensaba: ¿Es posible que Dios se haya equivocado tanto al hacer a los hombres? Si quería que el tímido fuera atrevido ¿por qué no empezó por ahí? ¿Es que a Dios le encanta ver a los hombres peleándose con su naturaleza?


Un día leyendo un estupendo libro de un amigo (Bernardino Hernando, «El grano de mostaza», PPC), encontré la respuesta perfecta a todas estas preguntas. «La conversión es mucho más que un arrepentimiento o una clara conciencia del mal trecho. La conversión es emprender un nuevo camino bajo la misericordia de Dios. Y sin dejar de ser uno mismo. Convertirse no es haber sido impetuoso y ser ahora una malva. Es ser ahora impetuoso bajo la misericordia de Dios. Por fortuna, San Pablo se convirtió de verdad; es decir, siguió siendo él mismo. Cambió de camino, pero no de alma.»


El ejemplo de San Pablo fue claramente dominador para mí. El apóstol de Tarso era un violento, un fariseo militante y exacerbado, brioso como un caballo pura sangre, enamorado de la lucha por lo que él creía el bien, tan peligroso como un león en celo. Perseguía a los cristianos porque creía que era su deber y porque le salía de los riñones. Y un día Dios le tiró del caballo y le explicó que toda esa violencia era agua desbocada. Pero no le convirtió en un muchachito bueno, dulce y pacífico. No le cambió el alma de fuego por otra de mantequilla. Su amor a la ley se transmutó en amor a otra Ley, a la que serviría en el futuro con el mismo apasionamiento con el que antes sirviera a la primera. Se entregó a luchar por Cristo como antes lo hacía contra El y sus seguidores. Efectivamente, había cambiado de camino, pero no de alma.

 


Este es el cambio que se espera de los hombres: que luchemos por el espíritu como hasta ahora hemos peleado por el poder; que nos empeñemos en ayudar a los demás como hasta ahora nos empeñábamos en que todos nos sirvieran a nosotros. No que apaguemos nuestros fuegos. No que le echemos agua al vino de nuestro espíritu, sino que se convierta en un vino que conforte y no emborrache.

 


Pasarse la vida luchando «contra» los propios defectos es la más de las veces tiempo perdido. Porque hay muchos defectos que sólo se cortan «por dentro».

 


Voy a explicarme. Si yo digo: «Cuando deje de ser egoísta, podré empezar a amar», lo más posible es que me pase la vida entera tratando de no ser egoísta y no empiece a amar nunca. Si, en cambio, me digo. «Voy a empezar a amar, porque cuando empiece a amar dejaré de ser egoísta», entonces tengo todos los boletos para ganar en esta lotería. Porque el amor irá pulverizando «por dentro» el egoísmo.

 


Lo mismo ocurre en muchos terrenos. Si me digo: <,.Cuando me des-pegue de las cosas de este mundo, podré preocuparme de las espirituales», lo más posible es que me pase la vida entera y siga amando al dinero y obsesionándome por el poder o por el prestigio. Pero sí, en cambio, digo: «mañana voy a empezar a preocuparme por las cosas de n-ú alma», lo más probable es que mañana mismo empiece a descubrir qué poco importantes e interesantes eran el dinero, el poder o el prestigio.

 


Sí, la única manera de borrar los defectos es quemarlos por dentro. Porque, en realidad, no es que tengamos muchos defectos, sino que tenemos pocas virtudes, que el horno interior está apagado. Y, claro, en un alma semivacía pronto empieza a multiplicarse la hojarasca. Si San Pablo, al caer del caballo, no se hubiera enamorado de Cristo, al cabo de seis meses, aparte de haberse convertido en un tío aburrido que ya no sabía ni siquiera ser malo, habría acabado siendo un buen burgués mediocre montado en un burro.

 

José Luis Martín Descalzo 

 

 

 

Milagros Rodón