Por todo ello espero encontrarme siempre en ella como en un hogar caliente. Y deseo -con la gracia de Dios- morir en ella como soñaba y consiguió Santa Teresa. Y ése será mi mayor orgullo en la hora final.
Ese día me gustará repetir un pequeño poema que escribí hace ya muchos años, siendo seminarista; un poema muy malo, pero que conservo como era porque creo que expresaba y expresa lo que hay en mi corazón:
Amo a la Iglesia, estoy con tus torpezas,
con sus tiernas y hermosas colecciones de tontos,
con su túnica llena de pecados y manchas.
Amo a sus santos y también a sus necios
amo a la Iglesia, quiero estar con ella.
Oh, madre de manos sucias y vestidos raídos,
cansada de amamantamos siempre,
un poquito arrugada de parir sin descanso.
No temas nunca, madre, que tus ojos de vieja
nos lleven a otros puertos.
Sabemos bien que no fue tu belleza quien nos hizo hijos tuyos,
sino tu sangre derramada al traemos.
Por eso cada arruga de tu frente nos enamora
y el brillo cansado de tus ojos nos arrastra a tu seno.
Y hoy, al llegar cansados, y sucios, y con hambre,
no esperamos palacios, ni banquetes, sino esta
casa, esta madre, esta piedra donde poder sentarnos.
José Luis Martín Descalzo
Fragmento del artículo “Razones para amar a la Iglesia”
de Razones para el amor