Gracias, muchas gracias

martes, 29 de julio de
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Se ha publicado recientemente en Italia un libro en el que se recogen las últimas palabras dichas en este mundo por una serie de personalidades, palabras vulgares en muchos casos, pero en no pocos perfecta- mente definitorias de lo que había sido la vida de su autor. Así, frente a la salida de pata de banco de un Humprhey Bogart, que antes de expirar comentó: «Nunca debí de haber pasado del al martini»; o frente al realismo macabro de un Paul Claudel, que murió diciéndole a su médico: «Doctor, ¿cree que ha podido ser por las salchichas?», o el cínico final de Picasso, que expiró diciendo: «Bebed a mi salud»; otros personajes murieron con gritos que han pasado a la historia.


Así nunca se olvidará el final de Goethe: «Luz, más luz». O el último grito de San Ignacio: «¡Dios mío!». 0 aquellas palabras últimas y proféticas de Kennedy: «Si intentan matarme, lo conseguirán.»


Pero a mí me ha impresionado muy especialmente las tres últimas palabras que dijo Pablo VI en su agonía y que son las que he puesto como título de este artículo: «Gracias, muchas gracias». Y no sé qué es lo que, en concreto, agradecía el Papa Montiní en aquella hora, pero sí sé que en esa frase se resumía uno de los grandes planteamientos de su vida. Porque el Papa Pablo VI era uno de los humanos que mejor entendía la vida como don, como regalo. Y, consiguientemente, como era un hombre profundamente educado, entendía también la vida como agradecimiento.


Conozco el dolor, en los otros, y en mi propia carne. Pero creo que a pesar de todas las angustias y de todas las oscuridades, más allá de todos los dolores y contradicciones, hay en la vida tales torrentes de gozo para saborear que me siento constantemente obsequiado y mimado.


Ahora mismo, cuando escribo estas líneas, suena en mi tocadiscos el «Réquiem Germano» de Brahms. ¿Y cómo no ver en este canto apasionado toda la pasión de ser y sentirse hombre?


Hay una frase que me he repetido miles de veces y que creo que resume a la maravilla lo que estoy diciendo. La encontré en unos apuntes espirituales de Santa Rafaela del Sagrado Corazón, la fundadora de las Esclavas, una santa que tal vez conoció como ninguna otra el cáliz del dolor. Pues bien; en ese escrito confiesa que «sentía una gratitud tal hacia Dios por la dignidad que había concedido al hombre que se me arrancaba el alma».


Yo siento ese mismo desgarramiento: ser hombre (es decir, poder amar, poder ser amado, tener la oportunidad de disfrutar las bellezas del mundo) me parece algo tan fantástico que uno tendría que estar siempre llorando lágrimas de alegría. Y si además, y para colmo, uno sabe -y en este sentido lo decía Santa Rafaela – que uno ha sido elevado a la dignidad de hijo de Dios y que, por tanto, es querido por él como sólo un Padre así sabe querer, ¿cómo no descubrir que la marca del gozo te sube por las venas y te descoyunta el alma de alegría?


José Luis Martín Descalzo

Razones para vivir

 

Milagros Rodón