Aquí vengo, Señor, para decirte desde lo más íntimo de mi corazón y con la mayor sinceridad y cariño de que soy capaz, que no hay nada en el mundo que me atraiga sino Tú sólo, Jesús mío. No quiero consolarme con las criaturas y los hombres; sólo quiero desprenderme de todo y de mí mismo para amarte a Ti. Para Ti, Señor, todo mi corazón, con sus afectos, todos sus cariños, todas sus delicadezas.
Señor: no me canso de repetir: nada quiero sino amarte, nada deseo en este mundo sino a Ti. Acuérdate que prometiste hacer llegar rápidamente a una gran santidad a tus apóstoles y dar una eficacia especialísima a sus obras.
Heme aquí, Señor, como conejillo de indias pronto a ser sometido a todos los procedimientos para que se vean los efectos de tus promesas.
No me arguyas, Maestro mío, echándome en cara el que rehúyo tus disposiciones. Tú sabes lo miserable que soy, y contabas con ello al elegirme como apóstol tuyo.
Átame, clávame si es preciso, pues si en el momento de la prueba lo rehúyo, ya sabes que es por lo miserable que soy; que buena voluntad no me falta…
Concédeme una correspondencia fidelísima a tus inspiraciones y exígeme mucho con ellas.
¡Cumple, Señor, tus promesas! Haz que te ame como el que más.
Concédeme estar siempre contigo y como Tú. Te lo pido por tantas almas como se salvarán, si esto me concedes.
¡Oh!, Madre mía, concédeme gozo en las humillaciones, y que viva alegre en medio de ellas, por considerarlas como la gran distinción, el gran beneficio, el signo de la especialísima predilección de Jesús que me quiere cerca: con Él y como Él…
Pedro Arrupe, S.J.