Soñar con los pies sobre la tierra

miércoles, 26 de noviembre de
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Revolviendo una vieja carpeta de papeles encuentro el recorte de una revista italiana que guardé hace muchos años. En él responde Quasimodo, el gran poeta italiano, a una especie de consultorio literario. Y, concretamente, a una carta ingenua y conmovedora. Es de un joven electricista que escribe al poeta para pedirle que le anime a una gran aventura que proyecta: dejar su trabajo de electricista para seguir la «carrera» de poeta. «Es verdad -dice el joven- que mis padres, dos modestos obreros, me disuaden, pero pienso que lo hacen porque son viejos y no entienden a los jóvenes. Y, además, porque no han estudiado, y, para ellos, los poetas son unos desharrapados. Déme un consejo, profesor. Decida usted lo que será mi vida. Haga de mí un poeta o un obrero especializados. Luego, la carta sigue con párrafos y párrafos que ponen por las nubes la función del poeta, celeste, soñadora, gloriosa. Tan distinta de esta vida suya de electricista, atado siempre a la tierra.

 

Supongo que no hace falta decir que Quasimodo contesta dando la razón a los padres del muchacho y diciéndole que los poetas no son hombres que caminan sobre las estrellas, sino seres curvados diariamente sobre la tarea terrestre. Explicándole que, lo primero, haga bien su trabajo y que ser un buen electricista no le impedirá en absoluto llegar a ser un gran poeta.

 

Espero que los lectores descubran que no estoy atacando las justas ambiciones, sino los sueños evasivos; que no critico el que alguien busque una profesión más realizadora -no digo más productiva-, sino el que alguien sustituya la realidad por la fantasía.

 

Quiero precisar bien esto porque demasiadas veces los curas hemos predicado una resignación que confundía el conformismo con la virtud. Y yo puedo aceptar esa resignación, que es aceptación serena del dolor y de los hechos, pero me repugna cualquier resignación que amortigüe las ansias de vivir y de mejorar. Dios no quiere anestesiar a los hombres. Le gustan los ardientes. Los que aspiran a más en sus almas y en el mundo. Los que no se resignan a la injusticia. Los que viven insatisfechos en un mundo insatisfactorio.

 

Me aterran, por ejemplo, aquellos versitos de Gabriel y Galán que alguna vez me pusieron como modelos y cristianísimos:

Los que nazcan en cunas de paja,
que sufran sumisos,
porque Aquel que nació en un pesebre también tuvo frío.

 

¿No se percibe que la pobreza voluntaria de Jesús se convierte así en defensa del clasismo forzoso social?

Tampoco puede convencerme, por la misma razón, ese consejo que –en un libro ascético moderno.- se da a un joven que aspiraba a puestos y tareas en los que esperaba realizarse y cumplir mejor: «Donde te han puesto, agradas a Dios…. y eso que venías pensando es claramente sugestión infernal.» ¿Por qué ha de ser sugestión infernal la más plena realización de un hombre? A Dios se le puede agradar en todos los trabajos, pero yo creo que se le agrada dos veces si, a la vez que se cumple bien el trabajo que se tiene encomendado, se aspira a otro mejor en un mundo mejor. ¿Cómo va ser Dios un encadenador del hombre y del mundo? Yo creo que tienen razón quienes temen a la palabra resignación, porque casi siempre se convierte en una pura añagaza de los que quieren que el mundo no cambie para tener menos competidores en los altos puestos que ellos ocupan sin merecerlos. En este sentido tiene razón Balzac al afirmar que «la resignación es un suicidio cotidiano».

 

Contra lo que estoy es contra la gente que sustituye la realidad por los sueños. Contra la gente que ni hace bien el trabajo que tiene encomendado ni lucha por prepararse para otro mejor. Contra quienes tienen las manos en una tarea que no aman, mientras ponen la cabeza en sus sueños, sus cines, sus boleras. Contra quienes, soñando ser poetas, no son ni electricistas ni poetas.

 

Esta enfermedad del «bovarismo» -que Flaubert dibujó tan maravillosamente en sus novelas- está mucho más extendida de lo que se cree. Yo he conocido a un personaje —-:que realmente merecía ingresar en una obra literaria- que se sabía de memoria su entierro. Era —es, porque vive- portero en una casa del centro de Madrid. Y ha conseguido la felicidad -o la evasión a Babia- superando la amargura de su existencia fracasada a base de vivir engolfado en sus sueños. Como no le gusta ni leer, ni pensar, ni oír música, ni luchar por los demás, usa, como morfina, el fantasco. Y, en sus horas de soledad, se pierde entre sus sueños. imagina cómo todo el barrio se conmoverá al saber que él ha muerto; sabe lo que dirá cada una de las personas del barrio, cómo todos le descubrirán después de muerto, cómo elogiarán su simpatía y su bondad; se sabe de memoria la homilía que el cura dirá en su funeral; ve cómo llorarán muchos durante su entierro y se imagina la iglesia llena para sus honras fúnebres. Sabe que entonces -al fin un día- él se convertirá en el centro de la atención de todo el barrio. Será protagonista de algo. Durante algunas horas será tan importante como si hubiera salido en televisión.

Les juro que esto que les cuento es real. Y me duele añadir que, mientras sueña, este hombre se olvida de vivir. Y que, seguramente, como, cuando fantaseaba, no amó a casi nadie, se morirá sin que nadie lo sienta y sin que su entierro tenga el aura gloriosa que él se inventa.

José Luis Martín Descalzo

en “Razones para la esperanza”.

Artículo “El hombre que había visto su entierro”

Milagros Rodón