Desde hace varios años la paredes de nuestras ciudades se han llenado de pintadas que repiten martilleantes: "¡Soltad a Barrabás!" Porque en nuestro tiempo la fuerza y la violencia se han adueñado ya de los corazones y aspiran a terminar por apoderarse del mundo.
Y Barrabás, con diversos nombres de derecha o de izquierda, de golpismo o terrorismo, sigue teniendo miles de seguidores que le prefieren al pacífico Cristo, a todos los pacíficos.
Y es que aquel lejano Viernes Santo no podía faltar, en el enfrentamiento entre el bien y el mal, un choque frontal entre pacifismo y violencia.
Creo que durante siglos se ha ofrecido a los cristianos una visión excesivamente despolitizada del tiempo y la tierra en que vivió Cristo. Por el afán de separar a Cristo de las fuerzas políticas se le situaba en una especie de limbo humano, de babia terrestre con más azúcar que realidad.
Hasta los racionalistas -Renán más que nadie- se inventaban una Palestina idílica, que tenía aire más de una Suiza romántica que de la ácida y arisca nación judía que Jesús conoció.
Hoy los investigadores -yéndose casi al otro extremo- dibujan el tiempo y la tierra de Jesús en un tenso clima revolucionario o pre-revolucionario, que parece acercarse más a lo que los Evangelios muestran, ya que si hay en ellos un -externamente- manso Sermón de la Montaña, no dejan de dibujar la alta tensión sociopolítica del tiempo de Jesús, que era más "tiempo de espadas" que época de tulipanes.
La Palestina en que vivió Jesús no era El Salvador de hoy, pero tampoco se reducía a ovejitas de nacimiento y lirios del campo. Era tierra oprimida por un invasor. Era un pueblo orgulloso, poseído de su grandeza y de su destino, que vivía bajo la bota opresora de Roma y que no cesaba de forcejear contra ella. Jesús aparece en la historia en medio de toda una cadena de estallidos de rebeldía que los romanos ahogaban sistemáticamente en sangre.
Y era precisamente Galilea la tierra madre de esos revoltosos hambrientos de libertad. Los montes que rodeaban el lago de Genezareth y sus pueblos limítrofes eran cuna de cientos de guerrilleros, que como tal podrían definirse con justicia los zelotes de la época. Hombres poseídos de la conciencia de que su pueblo era el elegido (hoy diríamos que eran de extrema derecha) y siempre dispuestos a defender la libertad de Israel con la violencia si era imprescindible.
Que al aparecer Jesús predicando el reino de Dios suscitase esperanzas entre todos estos grupos era inevitable. Que muchos creyeran ver en él al caudillo esperado y que interpretaran al Mesías como un liberador temporal era simplemente lógico.
Y todo hace pensar que en el grupo de discípulos de Jesús fueran bastantes los que provenían de este grupo celote. Lo era casi con certeza Simón el Cananeo, palabra esta última sinónima de celote. Es muy verosímil que "los hijos del trueno", mote con que se apodaba a Santiago y a Juan, no fuera sino un alias guerrillero. No son pocos los exégetas que hoy traducen por "el terrorista" el apellido Barjona que Jesús da a Pedro.
Y las versiones actuales hacen derivar el nombre del Iscariote no, como se decía, de una supuesta ciudad de Keriot de la que no existe rastro, sino de la palabra "sicario", que provenía de la "sica", el pequeño puñal curvo que muchísimos judíos de la época de Jesús llevaban bajo sus mantos. ¿Y cómo no recordar las actitudes violentas de algunos discípulos de Jesús que piden fuego del cielo para los enemigos de Cristo o que portan espadas a la hora de una pacífica cena pascual?
Pero es la escena de Barrabás la que mayormente sitúa a Jesús ante el gran dilema de la paz o la violencia. San Mateo le presenta simplemente como un "preso notable". San Marcos dice que "estaba en prisiones junto con otros amotinados que en el motín habían perpetrado un homicidio". Algo parecido dice San Lucas. Y Juan le presenta como "un salteador". No parece que haya que forzar los datos bíblicos para -atendiendo a la realidad histórica de la época – verle mucho más como un terrorista político que como un criminal común.
Y esta visión clarifica definitivamente el griterío de la multitud prefiriéndole a Jesús. Porque era comprensible que los sumos sacerdotes pidieran la muerte de Jesús. No tanto que la pidiera un pueblo que -aparte de simpatizar con él- estaba bastante lejos de los fariseos y más de los saduceos colaboracionistas con el invasor.
Es bastante más lógico pensar que, en los gritos de la multitud, Jesús fue víctima de una coincidencia de intereses: apoyaban los unos al caudillo independentista Barrabás; excluían los poderosos a un Jesús que amenazaba su religiosidad hipócrita. Jesús quedaba así aplastado entre la astucia y la violencia, descalificado por los unos y los otros como un visionario iluso, como un pacifista estéril, como alguien que cometió la suprema locura de predicar y creer en el amor.
Los judíos del tiempo de Jesús querían ante todo su libertad como pueblo y sabían muy bien que, en este mundo, no es el amor el que construye los imperios. Al preferir la ley de la fuerza no hacían una cosa muy diferente de la que hoy hacemos los hombres de todos los países. Como dice Bruckberguer, practicaban "la ley de la guerra humana, la ley de judas. venceremos porque somos los más fuertes".
Muchos -Judas entre ellos- siguieron a Jesús mientras vieron en él una palanca contra el invasor: ¿qué no podría hacerse teniendo al frente a un hombre que hacía milagros y podía disponer de legiones de ángeles? Pero pronto se desilusionaron ante unos discursos que hablaban de poner la otra mejilla.
De estas palabras de Jesús decían sus contemporáneos lo mismo que un muy famoso escritor acaba de decir del viaje del Papa a España.- que "fue innocuo, ya que se limitó a una sucesión de fervorines". Hubieran preferido que Jesús fuera un "realista político" y se encontraban simplemente con alguien que creía en la verdad y en la conversión interior.
No hablaba de estructuras -aun cuando pusiera las bases morales que derribarían pacíficamente con el tiempo las podridas estructuras de su época-. Tenía paciencia ante el mal. No incitaba a la resignación, pero prefería morir a sacar la espada de la vaina.
Para la mayoría de los hombres el triunfo humano queda por encima de sus fuerzas. Para Jesús ese triunfo quedaba muy por debajo de sus ambiciones y deseos. El quería la libertad, pero no la limitaba a sacudirse de encima a los romanos. Me impresiona ver cuántos seguidores tiene Barrabás en la Iglesia contemporánea. Durante muchos años he compartido con muchos amigos míos el esforzado combate por la paz. ¿Cómo no asombrarme ahora al verles defensores de tantas formas de violencia, simplemente porque ha cambiado el signo de sus adversarios?
Hace veinte años se partía del Evangelio para construir la teoría de la no violencia activa. Hoy parten muchos de ese mismo Evangelio para escribir la teología de la revolución armada. Y no puedo menos de asombrarme al ver a amigos ayer adoradores de Gandhi y Martín Lutero King que ahora han pasado a dar culto a "Che" Guevara y a otros guerrilleros de la metralleta. ¿Se darán cuenta de que al pasar de la lucha por la paz a la violencia sangrienta están prefiriendo, una vez más, a Barrabás y, con ello, condenando de nuevo a Cristo?
No basta con no estar de parte de los opresores. Si por separarnos de Pilato, Caifás y Herodes caemos en la órbita de Barrabás, seguimos estando a kilómetros de Cristo. Decía Bernanos que "el papel de los mártires -pudo decir "de los cristianos"- no es comer, sino ser comidos".
El Viernes Santo, Barrabás partió hacia las montañas para capitanear un grupo de "libertadores". Jesús "sólo" subió a la cruz. Pero hoy sabemos que el "brillante radicalismos de los celotes llevó a muertes y más muertes, hasta que, en el año 70, no sólo ellos, sino gran número de compatriotas inocentes, fueron pasados a sangre y fuego por los romanos.
Mientras que la aparente ineficacia de la muerte de Jesús aún sigue siendo un volcán de amor en millones de almas y, lo que es más importante, nos ha salvado a todos.
Razones para la alegría – Capítulo 37 – Martín Descalzo