Seguimos caminando esta experiencia de encuentro con Dios en Jesús, el Señor. El conocimiento de Jesús, como vimos hace unos días, por contraste nos lleva al conocimiento del pecado. Cuanto más actúa la gracia en nosotros, aparece más los engaños que nos quiere llevar satanás. Esta experiencia que es el combate interior, es lo que San Ignacio llama el “discernir” para poder elegir a Jesús y poder rechazar los engaños que el demonio nos puede ir poniendo en este deseo de servir al Señor. San Ignacio a esto lo plasma en una meditación que él llama "Las dos banderas" que es la bandera de Cristo y la de satanás, y luego la que el llama "Los 3 binarios".
Antes de ingresar al ejercicio es bueno ver la experiencia del propio Ignacio, que luego plasmó en los ejercicios. La narración es en tercera persona, pero en realidad habla de él:
(…)
Estando en este hospital le acaeció muchas veces en día claro veer una cosa en el aire junto de sí, la cual le daba mucha consolación, porque era muy hermosa en grande manera. No devisaba bien la especie de qué cosa era, mas en alguna manera le parecía que tenía forma de serpiente, y tenía muchas cosas que resplandecían como ojos, aunque no lo eran. El se deleitaba mucho y consolaba en ver esta cosa; y cuanto más veces la veía, tanto más crecía la consolación; y cuando aquella cosa le desaparecía, le desplacía dello.
Hasta este tiempo siempre había perseverado cuasi en un mesmo estado interior con una igualdad grande de alegría, sin tener ningún conocimiento de cosas interiores espirituales. Aquestos días que duraba aquella visión, o algún poco antes que comenzase (porque ella duró muchos días), le vino un pensamiento recio que le molestó, representándosele la dificultad de su vida, como que si le dijeran dentro del ánima: «¿y cómo podrás tu sufrir esta vida 70 años que has de vivir?» mas a esto le respondió también interiormente con grande fuerza (sintiendo que era del enemigo): «¡o miserable! ¿puédesme tú prometer una hora de vida?» y ansí venció la tentación y quedó quieto. Y esta fue la primera tentación que le vino después de lo arriba dicho. Y fue esto entrando en una iglesia, en la cual oía cada día la misa mayor y las vísperas y completas, todo cantado, sintiendo en ello grande consolación; y ordinariamente leía a la misa la Pasión, procediendo siempre en su igualdad.
Mas luego después de la susodicha tentación empezó a tener grandes variedades en su alma, hallándose unas veces tan desabrido, que ni hallaba gusto en el rezar, ni en el oír la misa, ni en otra oración ninguna que hiciese; y otras veces viniéndole tanto al contrario desto, y tan súbitamente, que pare cía habérsele quitado la tristeza y desolación, como quien quita una capa de los hombros a uno. Y aquí se empezó a espantar destas variedades, que nunca antes había probado, y a decir consigo: «¿qué nueva vida es esta, que agora comenzamos?»
(…) Y después que esto duró un buen rato, se fue a hincar de rodillas a una cruz, que estaba allí cerca, a dar gracias a Dios, y allí le apareció aquella visión que muchas veces le aparecía y nunca la había conocido, es a saber, aquella cosa que arriba se dijo, que le parecía muy hermosa, con muchos ojos. Mas bien vió, estando delante de la cruz, que no tenía aquella cosa tan hermosa color como solía; y tuvo un muy claro conoscimiento, con grande asenso de la voluntad, que aquel era el demonio; y así después muchas veces por mucho tiempo le solía aparecer, y él a modo de menosprecio lo desechaba con un bordón que solía traer en la mano.
En estos fragmentos Ignacio marca ésta experiencia interior, porque las “dos banderas” se dan dentro del interior de la persona. Y esta lucha espiritual uno la va descubriendo en la medida en que va conociendo más a Jesús.
Pongámonos en su presencia, y podemos ayudarnos con el salmo 123:
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte -que lo diga Israel-, si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando nos asaltaban los hombres, nos habrían tragado vivos: tanto ardía su ira contra nosotros.
La petición sigue siendo “Señor que te conozca internamente, pero también dame gracia para conocer los engaños del enemigo. ¿Cómo me engaña? Y al poderlo descubrir entonces poder conocerte mejor y amarte más totalmente y seguirte”.
Las dos banderas
Para la contemplación de hoy tomamos la parábola de El hombre rico y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31)
“El hombre rico y el pobre Lázaro”
Esta parábola se presta para imaginar con los sentidos interiores los grandes escenarios que van desde la tierra al cielo y al infierno. Son escenarios en el que nos movemos los hombres y pueden ser imaginados o contemplados con los sentidos interiores para que la contemplación de esas imágenes nos haga asimilar en nuestros sentidos y por nuestros sentidos al núcleo del mensaje evangélico que es un llamamiento urgente a la conversión, a volver al corazón de cristo.
El primer escenario es la tierra: dos hombres signo de muchos hombres y sociedades enteras, símbolos de actitudes y realidades humanas. Podemos contemplar al rico en medio de las alegrías superficiales de su fiesta, no se preocupaba del otro que era pobre, ni si quiera le daba lo que caía a su mesa. En la psicología del rico está la despreocupación de lo que les pasa a los demás, la vanalidad que le lleva a un festejo que en el fondo no sabe para qué es. Como describe San Ignacio en el interior del hombre la lucha entre las dos banderas, la de Cristo y la de Satanás, hay en el rico un vano honor del mundo, un profundo egoísmo y una avaricia que lo lleva sin duda a la soberbia y a muchos otros males. En lenguaje Ignaciano, estaría ubicado en la bandera de Satanás.
Por otra parte, el pobre Lázaro que está preocupado de lo indispensable de vivir que es comer, y no podía ni eso.. y seguramente la vida que lo había humillado en su pobreza y el desprecio que había recibido, seguro había en su interior humildad en donde, en lenguaje de Ignacio, se ubica la bandera de Cristo. Ignacio dirá que el demonio llama primero a riqueza, poseer, luego a vano honor de este mundo, la vanidad y un tercer escalón la soberbia y de allí se vienen todos los males.
En cambio Jesús llama a la pobreza, a compartir, a la generosidad, a la humillación, al abajamiento, al servicio y de ahí el tercer escalón es la humildad que es amor a lo Cristo, Cristo es el humilde. Dice la parábola que estos dos hombres murieron, porque a todos nos llega la muerte, y el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham y el rico también murió y fue sepultado. Podemos detenernos contemplando la muerte de los dos: mientras uno muere en su cama rodeado de los suyos, seguramente, y otro abandonado.
La muerte nos iguala: y aquí se abren dos escenarios para contemplar, el cielo y el infierno. Dice la parábola que en la morada de los muertos en medio de los tormentos, el hombre rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham y a Lázaro junto a él y dijo: “Padre Abraham ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua porque este fuego me atormenta”.
Están lejos uno del otro, tan lejos que hay un abismo y de un lugar no se puede pasar al otro, no hay comunicación. Es el abismo que separa el cielo del infierno, el lugar del gozo y de la paz, el lugar del bien, del lugar del fuego y el tormento. No es posible ya comunicarse y tampoco es tiempo para merecer. Por eso la respuesta fue “Hijo mío recuerda que has recibido tus bienes en vida y encambio Lázaro males, ahora él encuentra aquí su consuelo y tu el tormento“ En vida estaban separados por la riqueza y la pobreza, pero a ese abismo lo superó la muerte que los igualó a los dos. Después de la vida están separados por un abismo, pero ahora este abismo es infranqueable para los dos. La desesperación lleva a pedir al rico que vuelva a la tierra para advertir a sus hermanos. Pero las palabras de Abraham son terribles y nos muestra hasta que punto llega la cerrazón del corazón a apegarse a las riquezas y crecida soberbia: “Tampoco se convencerán aunque un muerto resucite”. El signo definitivo de la revelación de Dios en la otra vida es el Señor resucitada, el triunfo de Cristo sobre la muerte.
Brochero, corazón de discípulo
José Gabriel Brochero como sacerdote y como seguidor, discípulo de Jesús, trató de vivir ese amor que acompaña el dolor, trató de ser esa mano que se extiende hacia la de un hombre gravemente enfermo, trató de iluminar su rostro para abrir esperanzas, para convertir a cada persona en su hermano, trató de ser la mano que te estrecha fuerte y te hace sentir un gesto de preocupación real y de presencia de amor. Es la mano de cristo buscando los oídos y la boca de aquel sordomudo que dice “¡Ábrete!” y ensuciándose en las llagas del leproso y estirándose a modo de puente salvador para aquel Pedro desconfiado que por quitar la mirada del Señor empezó a hundirse.
Las manos sacerdotales de José Gabriel Brochero, como las de Cristo, son las manos que con la misma unción que toman pan y vino, antes han tomado la palangana, la jarra y la toalla para alimento y servicio de sus amigos en la última cena. Son las manos extendidas en el madero, en el único gesto que supera el abrazo; las manos heridas y gloriosas brindadas para que un Tomás incrédulo empacado en su capricho de tocar, se saque las dudas; y las miles de manos de hombres y mujeres que fieles a aquello de Santa teresa, desde ahora Cristo no tiene otras manos que las nuestras siguen acariciando, siguen secando lágrimas, siguen curando heridas, abriendo puertas, sosteniendo en las “desbarrancadas” o sirviendo platos de comida por todos los rincones del mundo de una manera bella y empecinada.
El Cura Brochero vivió profundamente esta entrega sacerdotal, este “militar” hasta la muerte bajo la bandera de Jesús, por eso siguió el camino de la pobreza, del abajamiento y de la humildad que lo llenó de amor.
Resumen ejercicio
1º Ponerse en la presencia del Señor.
2º Petición: Recordar cuando Ignacio empieza a sentir este movimiento interior de la bandera de Cristo y de la de Satanás. Pedimos la gracia de conocer a Jesús y el modo de como el maligno nos engaña a cada uno. 3º Texto: Lc 16, 19-31 4º Coloquio: Pedimos alistarnos bajo la bandera de Jesús
P. Julio Merediz