No hay que pensar el aire para que se filtre al último rincón de los pulmones, ni hay que imaginar la aurora para que decore el nuevo día jugando con los colores y las sombras.
No hay que dar órdenes al corazón tan fiel ni a las células sin nombre para que luchen por la vida hasta el último aliento.
No hay que amenazar a los pájaros para que canten ni vigilar a los trigales para que crezcan, ni espiar la semilla de arroz para que se transforme en el secreto de la tierra.
En su dosis exacta de luz y de color, de canto y de silencio, nos llega la vida sin notarlo, don incesantemente tuyo, trabajador sin sábado, Dios discreto.
Para que tu infinitud no nos espante, te regalas en el don en que te escondes.
Benjamín González Buelta, sj