Mi rincón

jueves, 18 de abril de
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Todos los hombres, se dice, tenemos un sitio en el Evangelio. Para cada uno de los creyentes, se asegura, se ha escrito una de sus páginas, alguna de sus frases. ¿Y quién se atrevería a colocarse en las grandes llamadas, en las horas decisivas? ¿No encontraríamos muchos “nuestro rincón” en las figuras de alguno de los pequeños e importantísimos anónimos?


Tal vez yo sea uno de los pastores que, atónitos por la maravilla, dieron gloria a Dios desde su ignorancia (Lc 2, 20). O el esposo de Caná, que nunca acabó de enterarse totalmente del milagro con que había sido agraciado (Jn 2, 1-11). O la suegra de Pedro, que sólo supo agradecer las misericordias de Dios sirviéndole la mesa (Lc 4, 38). O aquel exorcista que, sin atreverse a formar parte del grupo de Jesús, expulsaba demonios en su nombre porque tampoco estaba contra él (Mc 9, 38-40). O el muchacho que tuvo la generosidad de dar lo poco que tenía, unos panes, sin sospechar que con ellos llegaría a comer una multitud de cinco mil personas (Jn 6, 9). O la mujer entusiasta que un día prorrumpió en piropos hacia la madre de Jesús (Lc 11, 27). O aquel leproso agradecido que volvió a darle las gracias a Jesús por haberlo limpiado (Lc 17, 12-19). O aquel buen ladrón, que sólo le entendió en la hora de la muerte (Lc 23, 40-42) O cualquiera de los muchachos anónimos curados que cruzan las páginas evangélicas dando gloria a Dios.
¿Quién nos asegura que no sean verdareramente estos desconocidos los auténticos protagonistas, junto a Jesús, del Evangelio?

 

                                      


Por fortuna, Dios ama la pequeñez. Por fortuna, el corazón de Dios es suficientemente grande como para que en él quepamos los pequeños.”

 


                                                                                                                  
      Martín Descalzo

 

Oleada Joven