Miradas que salvan

domingo, 28 de abril de
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No son los rostros, ni los acontecimientos, ni las acciones, ni las cosas. Es la profundidad de un rostro, de un acontecimiento y de un acto lo que puede llegar a transfigurar nuestras vidas. Es cuestión de una mirada que se va ahondando, una mirada que se nos regala y que a la vez la vamos aprendiendo con paciencia.

Es la mirada de un amor no condicionado  la que transfigura la vida de Jesús y la que irrumpe en su cuerpo y en sus ojos en forma de una luz suave e intensa que impacta a sus discípulos. Es recibirse de esta mirada lo que hace que Jesús pueda irradiar y atraer a otros a ese espacio sin temor, sin juicios que enturbien la realidad y la deformen. Una mirada que nos revela nuestra verdad más honda: “somos criaturas profundamente amadas”, más adentro de mi trajín, de mis miedos, de las imágenes que tengo o que otros tienen de mí. Esa es la mirada verdadera sobre nuestras vidas, la que despierta las fuentes de amor dormidas en nosotros. Esa es la mirada de aceptación que nos cura de nuestro desasosiego y nos lleva decir con Pedro “ ¡qué bien estamos aquí!”.

 
La otra noche, un hombre que también se llama Pedro, me llevó por sorpresa a un espacio transfigurado. Perico, como es conocido en el barrio, vive solo desde que murió su madre y desde hace años, debe tener unos cincuenta, se ha dejado devorar la vida por el alcohol. Lo encontré descalzo por la calle y bebido, aún así se acercó a mí con respeto, me contó que se quedó dormido con un cigarro en la boca y que se le habían quemado unas mantas y me invitó a su casa para que lo viera. Confieso que al principio sentí miedo pero luego agradecí el no haberme dejado paralizar por él. Me mostró su pequeña casa, desatendida desde que su madre no está, sucia y con olor a vino y restos de comida, luego me llevo a otra estancia y allí fue donde se hizo la luz : tenía cuatro colchones tirados por el suelo y me contó que en ellos acoge cada noche a chicos toxicómanos que no tiene donde ir, les dejar dormir allí y que puedan ducharse y lavar su ropa.

El rostro de Perico se iluminó en aquellos instantes para mí. El borracho de nuestro barrio había hecho de su casa un lugar donde otra gente muy herida podía “ poner sus tiendas ”,  descansar un rato,  comer algo y compartir un poco de compañía y calor. Allí recibí el regalo de este hombre que, en su fragilidad y en su enfermedad, tenía para otros una mirada que los salvaba. Así de inesperados son los misterios de la vida y del corazón humano. ¡Quién nos diera ojos para llegar a verlos!

Mariola López srcj
 
Fuente: srcj.es