Recuerdo una experiencia que se me quedó grabada en el corazón. Cruzando en auto un barrio de San Miguel, después de un día de lluvia y por calles de tierra, fui a parar a la banquina del costado izquierdo y quedé con medio auto semi-hundido, de modo que tuve que salir por la puerta de la derecha, casi escalando por el asiento. Eran las 12,30 hs. de un día de semana, y la verdad es que no se veía un "cristiano" por ninguna parte, para colmo yo lo que necesitaba era "un cristiano con camioneta o camión" que me pudiera tirar para sacarme.
Providencialmente, a dos cuadras vi una camioneta estacionada frente a una casa. Golpeé las manos y salió una mujer con su delantal de maestra jardinera, que indudablemente estaba comiendo porque avanzaba hacia mí tragando el último bocado. Le pregunté por la camioneta y me contestó que era de su marido, que estaba también almorzando y ahí nomás, sin titubeos, le pegó el grito. Salió un muchacho joven que, según me contó después, buscaba con el camioncito verduras en el mercado central y hacía el reparto en las verdulerías de la zona. Justo había terminado el reparto, entonces antes de volver había parado un ratito en casa a comer y descansar.Le expliqué mi asunto e inmediatamente se movilizó. Dejó el almuerzo por la mitad y allá nos fuimos. Al llegar a mi auto semi-hundido, ya había aparecido el vecino del frente, muchacho joven también, que con las manos en la cintura y casi a modo de saludo afirmó "solemnemente": – ¡Va a estar difícil la cosa,eh! A lo que Juan, el verdulero, replicó diciéndome: – ¡Algo vamos a hacer, Padre!, mientras sacaba la soga, se metía en la zanja ensuciándose para atarla a mi paragolpes. Después preparó el camioncito para la tironeada y, de a poquito, con gran esfuerzo lo fue sacando hasta ponerlo en tierra firme.