La puerta del cambio

lunes, 25 de noviembre de
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Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un carácter muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de asignaturas, y sus padres estaban desesperados.


Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros.


El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo apenas volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde de septiembre en una cafetería.


Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos palmos más de altura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida.


Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además, no sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir —quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato.


El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y sus apellidos.


Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que explicarme qué ha pasado contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado.»


»Bueno, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena época de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez. 


»Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, …, ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis días.


»Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado.


»No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.


 

 

Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan provechosa.


«¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había visto bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una nueva dimensión de la vida.


»Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil. Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar sentido a las cosas, antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar estrellándote.»


Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el fenómeno del cambio. Pensaba en que hay decisiones que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas a acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la lucidez de un pensamiento, y a veces tiene día y hora concretos.


Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino inexorable.


Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El consejo viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo.

 

Autor: Alfonso Aguiló

 

 

Oleada Joven