Evangelio según San Juan 1,1-18

jueves, 20 de diciembre de
image_pdfimage_print

 

"Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo". De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre."


Palabra de Dios

 

 


 

Reflexión: Pablo Osow

 

 

 

Imaginemos al Niño en el regazo de María. La noche oscura del pesebre asusta, pero los brazos
que sostienen a Jesús lo hacen sentir protegido y seguro. Se escuchan ruidos, pisadas,
seguramente de animales que deambulan, pero los latidos del corazón de María le recuerdan al
recién nacido el lugar cálido donde comenzó su vida.

En esta Nochebuena, no habrá mejor lugar para estar. Esos brazos de María nos cobijan también
a nosotros, y nos tranquilizan. Allí podemos llorar, dormir, despertar, desperezarnos. Podemos
alimentarnos y crecer. Podemos mirar desde allí al resto del mundo. Podemos abrazarla también
nosotros, y así tejer esa Alianza inefable de quienes sencillamente se aman.

Allí podemos ser y sentirnos libres. Y en medio del ir y venir por las calles, mientras explotan las
redes sociales y los celulares, hasta llegar al remanso de la mesa navideña, sumergirnos un
instante en el regazo de María nos sitúa y nos ubica en la perspectiva más maravillosa: la
esperanza cierta de nacer nuevamente, y de sabernos construidos por manos tan femeninas,
maternales y divinas.


Mirarnos mutuamente con María puede hacernos sonreír, a pesar de las hostilidades y las
aceleraciones de este fin de año, a pesar de los balances y las comparaciones, a pesar de
quienes nos han hecho sufrir, a pesar de lo difícil que pueda presentarse el año que viene.
Después del parto, con gesto confiado, Ella se inclina y susurra en nuestro oído la frase que
marcó su existencia: “Nada es imposible para Dios” (Lc.1,37)

Acurrucarnos contra su pecho también nos ayudará a encontrar consuelo, cuando recordemos
a quienes se adelantaron en el camino a la eternidad. Este abrazo tierno de María es como una
semilla de nuestro destino: el abrazo final del reencuentro en la casa de todos, hermanos
reconciliados junto al Padre.


“En el pobre y pequeño establo de Belén
das a luz para todos nosotros
al Señor del mundo.
Tal como muestras al Niño a pastores y reyes
y te inclinas ante Él adorándolo y sirviéndolo,
así queremos con amor
ser siempre sus instrumentos
y llevarlo a la profundidad del corazón humano”

(P.José Kentenich, “Hacia el Padre”, N°343)

 

 

 

 

 

Oleada Joven