Testamento de un pájaro solitario

lunes, 25 de junio de
image_pdfimage_print

 Yo minúsculo ser de plumas y de llanto,
a los sesenta años de mi edad,
y en pleno uso de mis facultades mentales,
como suele decirse,
ante el Dios que invisible me escucha,
ante la primavera que vendrá dentro de seis meses y
no sé si veré (pero que está viniendo, sí,
y cuyos pasos escucho ya si aplico mis oídos al suelo),
ante la luz que canta y afirma en mi ventana,
ante todos los dolores que —incluidos los míos—
incendian el planeta, quiero confesar mi certeza de que he sido amado,
de que lo soy, de que todos los vacíos que tengo
acaban construyendo cada día un gozo diminuto y
suficiente.



Quiero confesar que he sido y soy feliz,
aunque en la balanza de mi vida
sean más los desencantos y fracasos,
porque, aunque todos se multiplicasen,
aún no borrarían la huella de tus besos.



¿De tus besos o de tus uñas, Halcón?No lo sé. Es lo
mismo.
Y en esta última (o penúltima) curva de mi vida
dispongo testamentariamente de las muy pocas cosas
que he tenido.



Ante todo, devuelvo (como Jorge Manrique nos
enseña) el alma a Quien me la dio.
Usada está. Incompleta.

Se me fueron quedando girones en las zarzas de la
vida
y a veces regalé sus mejores retazos a cambio de un
beso o un elogio.


Mas nunca, Tú lo sabes, la di entera.
Tú la habías marcado con tu hierro como los lomos
de un animal esclavo,
y siempre
sentí tu quemadura como un dolor bendito.


Ahí la tienes de nuevo.
Sólo sirve
porque aún le queda un poco del olor a tus manos.



Doy mi cuerpo a la tierra, que es su dueña.
Se lo doy con dolor y desgarrándome
porque lo he amado mucho
y porque me ha servido como un cachorro fiel.



Doy mis manos, éstas que ahora escriben,
éstas que tantas veces fueron como un guante de mi alma,
éstas que amasaron millones de palabras
que iban luego rodando a otros corazones
y me hacían vivir a la vez en muchas almas.



Doy mis ojos también
y cuanto almacenaron durante sesenta años:
soles y nieves, melenas y sonrisas, llantos y angustias,
pájaros y nubes.
Fueron a veces pañuelos de otros ojos o tiburones de
lascivia,
o bálsamo en la herida, o mensajeros de mi soledad.
Dicen que, hasta cuando sonrío, brota de su último
fondo un hilo de tristeza,
pero dicen también que se abrían fácilmente al amor
y a la amistad.
No sé. Que lo averigüen un día los gusanos.



Devuelvo mi pobre corazón con todas sus heridas.
¡Ah, si pudiera yo prestárselo a otro pecho
para que, llagado y todo, siguiera caminando,
incluso con su par de muletas!
Pero ¿a quién le cabría dentro este hotel,
esta plaza de toros que desborda mi tórax,
este ring de boxeo en el que tantas veces luché
conmigo mismo!



¡Ah, corazón, dulce, querido, monótono corazón mío!
No dejes que te curen si un día resucitas. Porque no sé otra cosa.
Tú eres así.
Sólo por eso:
Me gustas, incluso con tu cardiomegalia, Porque no sé otra cosa,
la misma que un día hizo dormirse para siempre el de
mi madre.




Y en este testamento he de dejar aún mi única riqueza:
mi esperanza.
Tengo metros y metros para hacer con ella millones
de banderas,

ahora que tantos la buscan sin hallarla,
cuando está delante de los ojos,
porque Tú, Halcón,
bajaste de los cielos sólo para sembrarla.


No, Mundo, sábelo: no me resignaré jamás a tu
amargura,
no dejaré que el llanto tenga sal,
ni que al dolor le dejen la última palabra,
no aceptaré que la muerte sea muerte
o que un testamento sea un punto final.


Si me muero (que aún está por ver)
envolvedme en su bandera verde
y estad seguros de que mi corazón sigue latiendo,
aunque esté más parado que una piedra,
estad seguros
de que, aunque mi sangre esté ya fría,
yo seguiré amando.

 

Martín Descalzo

Fragmento de "Testamento de un pájaro solitario"

 

Milagros Rodón