Evangelio según San Juan 1, 1-18

jueves, 22 de diciembre de
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En principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: "Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."" Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

 

Palabra de Dios

 

 


 

Pablo Osow

 

 

Imaginemos al Niño en el regazo de María. La noche oscura del pesebre asusta, pero los brazos 
que sostienen a Jesús lo hacen sentir protegido y seguro. Se escuchan ruidos, pisadas, 
seguramente de animales que deambulan, pero los latidos del corazón de María le recuerdan al
recién nacido el lugar cálido donde comenzó su vida. 
 
En esta Nochebuena, no habrá mejor lugar para estar. Esos brazos de María nos cobijan también
 a nosotros, y nos tranquilizan. Allí podemos llorar, dormir, despertar, desperezarnos. Podemos
 alimentarnos y crecer. Podemos mirar desde allí al resto del mundo. Podemos abrazarla también
 nosotros, y así tejer esa Alianza inefable de quienes sencillamente se aman.
 
Allí podemos ser y sentirnos libres. Y en medio del ir y venir por las calles, mientras explotan las
 redes sociales y los celulares, hasta llegar al remanso de la mesa navideña, sumergirnos un
 instante en el regazo de María nos sitúa y nos ubica en la perspectiva más maravillosa: la
 esperanza cierta de nacer nuevamente, y de sabernos construidos por manos tan femeninas, 
maternales y divinas.
 
Mirarnos mutuamente con María puede hacernos sonreír, a pesar de las hostilidades y las 
aceleraciones de este fin de año, a pesar de los balances y las comparaciones, a pesar de
 quienes nos han hecho sufrir, a pesar de lo difícil que pueda presentarse el año que viene.
 Después del parto, con gesto confiado, Ella se inclina y susurra en nuestro oído la frase que
 marcó su existencia: “Nada es imposible para Dios” (Lc.1,37)
 
Acurrucarnos contra su pecho también nos ayudará a encontrar consuelo, cuando recordemos
 a quienes se adelantaron en el camino a la eternidad. Este abrazo tierno de María es como una 
semilla de nuestro destino: el abrazo final del reencuentro en la casa de todos, hermanos
 reconciliados junto al Padre.
 
“En el pobre y pequeño establo de Belén
das a luz para todos nosotros
al Señor del mundo.
Tal como muestras al Niño a pastores y reyes
y te inclinas ante Él adorándolo y sirviéndolo,
así queremos con amor
ser siempre sus instrumentos
y llevarlo a la profundidad del corazón humano”
 
(P.José Kentenich, “Hacia el Padre”, N°343)

 

Oleada Joven