A veces Don Bosco daba un aviso a un jovencito y, volviéndose de repente a otro, decía: ¿Has entendido? Sucedía en ocasiones que uno se le acercaba para besarle la mano y él agarraba la del muchacho y sin soltarla decía:
-Vete, vete a jugar.
Y seguía hablando con los que le rodeaban; volvíase de nuevo al pequeño prisionero y repetía:
-Vete; ¿qué haces aquí?
-¡Pero, si usted no me suelta!
Don Bosco sonreía, seguía reteniéndolo, conversando y después:
-Ea, vete, vete, ¿todavía estás aquí?
El chico también sonreía y entonces don Bosco le soltaba y le dejaba ir a correr y saltar.
Empleaba estas maneras especialmente con los que al parecer andaban algo apartados de él.
A los que veía silenciosos y pensativos, sospechando que rumiaban algún pensamiento de murmuración, les preguntaba de repente:
-¿Qué dices?
-¿Yo? Nada
-Creía que habías hablado.
De este modo les sorprendía y desvanecía su imaginación. Todas estas frases y maneras acababan generalmente con una palabra confidencial que los chicos llamaban: la palabrita al oído. Pero, ¿en qué consistía esta palabra?
Era algo así como el eco de la palabra de Dios: viva, y eficaz, y más cortante que espada de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón.
Fuente: http://www.boletinsalesiano.info