III Acampada Mariana: el hijo menor

viernes, 30 de diciembre de

 

El regreso del hijo pródigo: el hijo menor



El hijo menor dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.” Y el Padre les repartió el patrimonio. A los pocos días el hijo recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino. Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca y comenzó a pasar necesidad.

 

Entonces recapacitó y dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí muriéndome de hambre!

 

Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.” Entonces partió y volvió a la casa de su padre.

 

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo.” Pero el Padre dijo a sus servidores: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, póngale un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado.” Y comenzó la fiesta.


En primer lugar, para ubicarnos y contextualizar este anuncio, quiero destacar 3 momentos de ésta parábola:

  1. El primero es aquel en donde este hijo menor se da cuenta de su situación de miseria y desamparo, esto lo lleva a recordar que tiene un padre y un hogar; entonces decide volver (recapacitó, ahora mismo iré a la casa de mi padre)


  1. Pero no puede volver de cualquier modo, así que antes de ponerse en marcha piensa bien cómo lo va a hacer y qué le va a decir a su padre. (y le diré…)


  1. Se pone en camino de regreso a su hogar. (partió y volvió)


Para volver al hogar, para que acontezca el regreso de este hijo pródigo, y el encuentro con el abrazo del Padre, debemos entender primero qué fue lo que lo llevó a irse, es decir, debemos conocer el significado de “dejar el hogar”.

 

También nos servirá conocer cómo era éste hijo menor; que por lo que la palabra nos deja ver era arrogante, orgulloso, se creía autosuficiente; vanidoso y derrochón. Viéndolo así no nos resulta extraño que este hijo se haya animado a decirle a su padre “Dame la parte de la herencia que me corresponde”; sobre todo sabiendo que en esa época, pedirle eso a tu padre era lo mismo que decirle “deseo que te mueras”. Era traicionar los valores de la familia y la comunidad transmitidos de generación en generación. Ésta decisión del hijo menor, este irse a “un país lejano” es un hecho hiriente y profundamente doloroso para el padre; equivale a un “no quiero saber nada de vos, tus valores y tu forma de vivir.” Dicho de otro modo, es un rechazo radical.

 

Ahora bien, te preguntarás ¿qué tiene esto que ver conmigo? Resulta que vos, yo, todos, muchas veces nos transformamos en este hijo menor; dirás ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?

 

Resulta que nosotros también solemos dejar el hogar del padre; este hogar que no es lugar físico sino que está e nuestro interior; es ese lugar en donde nos reconocemos como hijos amados de Dios, donde podemos escuchar Su voz. Es esa voz que si la escuchamos somos libres, libres de los miedos que paralizan, sentimos paz. Somos capaces de amar y ser amado sin miedo a sentirnos o ser rechazados. Podemos dar y recibir libremente. Si alguien nos insulta o se enoja con nosotros injustamente, no rompemos en ira ni en ganas de “pagarle con la misma moneda”. El problema es que además de esa voz, existen también otras voces, múltiples voces que suelen ser muy seductoras y convincentes. Estas voces son las que nos arrancan del hogar del padre con mucha facilidad y nos hacen sordos a “Esa Voz”.

 

Tenemos varios ejemplos de ellas; vamos a citar algunos ejemplos: Están las voces que nos seducen con la invitación a correr en una búsqueda desenfrenada por el éxito, el reconocimiento, la fama, el poder. Son voces que dicen que debemos esforzarnos para ser amados. Un ejemplo sencillo y concreto: lo que escuchamos y vemos en todas las publicidades: “Para que te amen tenés que tener una infinidad de cosas, ser más y mejor que el otro” “Lo único que importa sos vos” “Vos primero”

 

También están nuestras propias voces, cuando se vuelven obsesivas, exigentes y soberbias. Esas que nos empujan a metas que nada tienen que ver con la voluntad de Dios.

 

A veces llegan a decirnos “estás solo/a” “nadie te ama, ni te cuida, nadie se ocupa o preocupa por vos, nadie te mira ni te valora”.

 

Son voces que nos llevan a perder la fe, a tener miedo a todo y a todos; y podríamos enumerar infinidad de ejemplos de distintos tipos de voces que nos empujan a ese país lejano; que nos vuelven sordos a la voz del Padre que nos dice incesantemente “Este es mi hijo muy amado”.

 

Al dejar de escuchar esa voz, nos lanzamos a buscar en el mundo lo que jamás podremos encontrar en él. ¿Y qué es eso que tanto buscamos, queremos, anhelamos? Ser reconocidos, tenidos en cuenta, mirados, en una sola frase, SER AMADOS!!! Obviamente que el mundo nos va a decir “pero si yo te miro, te tengo en cuenta, te quiero” porque el mundo está lleno de sies y también de peros. Es decir, el mundo está dispuesto a mirarte, tenerte en cuenta y quererte pero con muchas condiciones. Nos dice que nos ama si respondemos a los parámetros de belleza y éxito con los que él se maneja. Si queremos vivir según sus reglas y códigos. Es un amor condicional que nunca logrará satisfacernos. Escuchándolo a él solo terminamos negociando con él, y sin darnos cuenta nos alejamos cada vez más, malgastamos nuestra herencia: salud, inteligencia y vida para demostrarle que sí merecemos su amor. Y así, sin quererlo, con ésta actitud, le estamos diciendo a Dios, “¿Sabés qué? No te necesito, no quiero tener nada que ver con vos, solo/a puedo”.

 

Y cómo hacemos para reconocer si nos fuimos de la casa del Padre, que dejamos de escuchar Su voz? A través de signos, señales como por ej: Cuando veo que no tengo paz, que perdí la alegría, siento celos, me la paso criticando a mis amigos, hermanos, siento envidia, me vuelvo irascible, pierdo la paciencia, la capacidad de ponerme en el lugar del otro. Si me lastiman, siento deseos de hacerle sentir al otro lo mismo que me hizo a mí, etc. Me pierdo en el miedo a ser rechazado, no amado y me gasto en esfuerzos por agradar, porque me tengan en cuenta, por decir cosas que suenen bonitas, precisas e inteligentes.

 

Ahora bien, volvamos sobre el hijo pródigo, observemos que fue lo que llevó a decidir volver a la casa del padre.

 

Al verse muerto de hambre, en la miseria, al límite pudo encontrarse con su esencia de hijo y al reconocerse hijo pudo reconocer también al Padre. Llegar a perderlo todo y encontrarse deseando ser un cerdo para poder ser alimentado, lo llevó a darse cuenta de que era un ser humano, hijo de su padre; esto le permitió, aunque débilmente, escuchar la voz de su padre amoroso y misericordioso. Sabía que no tenía derecho a reclamar nada porque él había decidido romper con su vínculo filial pero, seguramente, la marca indeleble del amor incondicional del Padre, le permitió ponerse en camino de regreso al hogar. Es decir que nada, ni la extrema miseria, ni el dolor del pecado reconocido borró ni quitó su saberse hijo.

 

A nosotros también nos pasa que, cuando estamos lejos del hogar, en medio de esas voces (las nuestras y las del mundo) tan fuertes, escuchamos la voz del padre, muy débilmente pero la escuchamos repetir incesantemente que nos ama. Queremos volver, decidimos volver pero el camino de regreso se nos hace largo porque creemos que debemos justificarnos, y hacer mérito para que Él nos reciba. Teñimos el amor incondicional del padre Dios con las voces del mundo.

 

Otro dato muy interesante que nos da la Palabra es que cuando el hijo menor se encuentra con el Padre le dice, entre otras cosas: “Ya no merezco ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.” Y podríamos preguntarnos ¿por qué pide ser tratado como un jornalero y no cómo hijo? Es que saben qué? Hay que aguantarse el perdón de Dios, hay que soportar, el amor del Padre, hay que hacerse cargo de las responsabilidades de ser hijo. Siendo jornalero, podemos mantenernos a distancia, pedir perdón, arrepentirme, pero hasta ahí nomás. Nos guardamos el derecho a reclamar, a rebelarnos, reprocharle, enojarnos. Como hijo, debemos entregar la vida, dejar a Dios que sea Dios y que obre en nosotros la conversión; que restaure y sane nuestra vida. Esto implica humildad, dejar el “yo puedo solito” a un lado.

 

Volver a la cada del padre es decidirnos a vivir como hijos, con todo lo que eso implica, y rechazar el sobrevivir como jornalero.

 

Nos invito a que reconozcamos esos lugares en nuestra vida en donde hoy somos ese hijo menor, en donde estamos aturdidos por esas voces que tapan la voz de Dios que nos está diciendo a cada uno de nosotros en este día que nos AMA incondicionalmente y comencemos a transitar en Su presencia el Regreso a la casa del Padre.

 

Corina Acevedo

 

Oleada Joven