III Acampada Mariana: el hijo mayor

viernes, 30 de diciembre de
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EL HIJO MAYOR SE MARCHA

 

EL EXTRAVÍO

 

La parábola del hijo prodigo bien podría haberse llamado la parábola de los hijos perdidos. El relato central lo ocupa el hijo menor, el que se va de la casa, hace su camino y regresa buscando la misericordia del padre, que no solo le da eso sino mucho más. Pero el hijo que se quedó en casa, el ejemplar, el que hizo las cosas bien, también se alejó del padre. Trabajaba mucho y cumplía todas sus obligaciones, pero cada vez era más desgraciado y menos libre.

 

Cómo no entender al hijo mayor, particularmente en mi familia soy uno de ellos. En general los hijos mayores son los que más están en las expectativas de los padres, desean que se los considere, como el hijo de la parábola, obedientes y cumplidores de sus deberes, pero muchos de ellos experimentan cierta envidia a sus hermanos menores que parecen perder menos tiempo en querer agradar y están más libres para “hacer sus cosas”. La vida servicial y obediente que muchos elegimos o adoptamos en algún momento de nuestra vida se nos vuelve una carga pesada, una carga que oprime.

 

Y resulta fácil identificarnos en el hijo mayor, hasta sentimos ganas de acordar con él cuando dice “hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos” En esta queja, obediencia y deber se han convertido en una carga, y el servicio en esclavitud.

 

Muchos hijos e hijas nos perdemos a veces a pesar de sentir que estamos “en casa”. Y es este extravío (que se caracteriza por los celos, el juicio, la condena, el resentimiento y la amargura) es el que es tan peligroso para el corazón humano. A menudo pensamos el extravío como actos que se ven y que son espectaculares. El hijo menor pecó de forma visible, su estar perdido se nos revela obvio. Malgastó su tiempo, su dinero, sus amigos, su cuerpo. Lo que hizo estuvo mal, lo supo su familia, sus amigos y él mismo. Después, habiendo visto que esa conducta lo llevaba solo a la miseria, el hijo menor reflexionó, volvió y pidió perdón. Estamos ante el clásico error humano que se soluciona en forma clara. Se comprende y se simpatiza fácilmente con él.

 

El extravío del hijo mayor es mucho más difícil de identificar. Al fin y al cabo todo lo hacía bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba, le alababa y le consideraba un hijo modelo. Aparentemente no tenía fallos (me animo a decir que no se los permitía). Pero cuando vió la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salio a la luz. Desde el fondo de sus entrañas, de repente aparece la persona resentida, orgullosa, severa y egoista que estaba escondida. Y entonces, qué hará mas daño? Lo prodigo del hijo menor o el resentimiento? Hay mucho resentimiento entre los “justos” y los “rectos”. Hay mucho juicio, condena y prejuicio entre los “santos”. Hay mucha ira entre la gente que está tan ocupada por evitar el “pecado”.

 

El extravío del hijo mayor es tan difícil de reconocer precisamente porque está estrechamente ligado al deseo de ser bueno y virtuoso. Sólo yo sé que mis esfuerzos por ser bueno, agradable, por que se me acepte. Pero junto a esto estaba tambien esa especie de “seriedad” que es conveniente adoptar, esa que me hace sentirme cada vez menos a gusto en la casa del Padre, y que me hace menos libre, menos espontaneo, menos joven y cada vez más considerado un “duro”.

 

(la isla)

 

El naufrago está solo en la isla, eso es evidente, el hijo mayor también lo está. Los dos gritan su pena desde su isla, tratando de que los escuchen.

 

Las palabras con las que el hijo mayor ataca a su padre – palabras farisaicas, autocompasivas y celosas- muestran una queja más profunda que lo que se reclama como “justo”. Es un corazón que examina el pasado y que siente que nunca ha recibido lo que le corresponde. En un mar de quejas, se esconde el enojo y la tristeza, que son los componentes del resentimiento, son las sensaciones que experimenta el que no se siente amado. Ese lamento se grita desesperadamente: “He trabajado tan duro, he hecho tanto y todavia no recibo lo que los demás reciben tan fácilmente” o “Porqué la gente no me da las gracias, no me invita, no se divierte conmigo, no me agasaja, y sin embargo presta tanta atención a los que viven una vida frivola?”

 

Es en esa queja donde descubrimos el hijo mayor que hay en nosotros, ese naufrago de amor que se queja y grita sin ser escuchado. A veces nos descubrimos quejandonos de rechazos, faltas de consideración, indiferencias o descuidos de amigos, familiares, compañeros, novias, hermanos. Escuchamos dentro de nosotros ese murmullo, ese gemido, esa queja, ese lamento que crece y crece aunque no querramos. Cuanto más nos refugiamos en él, peor nos sentimos. Cuanto más lo analizamos, mayores razones encontramos para quejarnos. Y cuanto más profundamente entro en él más poderosa se vuelve esa queja. La condena a los otros, la condena a nosotros mismos producen en nosotros una espiral donde nos perdemos cada vez más hasta que al final me siento la persona más incomprendida, más despreciada y más rechazada del mundo, que es lo mismo que decir…la más sola.

 

Desde este lugar se comprende entonces la incapacidad del hijo mayor para compartir la alegria del padre. Cuando volvía a casa del campo, oyó música y cantos. Sabía que había alegría en la casa. En seguida empezó a sospechar. Una vez que la queja entra en nosotros, perdemos espontaneidad hasta el punto que ya ni siquiera la alegria evoca alegria en nosotros. La historia cuenta que el hijo mayor llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba. En esa pregunta brota el miedo a que me hayan excluído otra vez, a que no me cuenten qué es lo que pasa, a quedarme al margen de las cosas. La queja surge de inmediato: Porqué no se me informó, qué es todo esto? El criado, lleno de expectación, confiado y deseando compartir la buena noticia explica “Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano”. Pero ese grito de alegria no puede ser bien recibido. En vez de alivio y gratitud, la alegría del criado surte el efecto contrario: “Él se enojó y no quiso entrar”. La alegría y el resentimiento no pueden coexistir. Al contrario, es causa de mayor rechazo.

 

Esta experiencia de ser incapaz de compartir la alegría es la experiencia de un corazón lleno de resentimiento. El hijo mayor no podía entrar en la casa y compartir la alegría de su padre y de su hermano. Sus quejas le habían paralizado y dejaron que la oscuridad lo envolviera. Naufrago otra vez.

 

La parabola no dice cúal es la decisión del hijo mayor, si finalmente entró o no en la casa. Ese final abierto nos pone de cara a nuestra propia elección espiritual: confiar o no confiar en el amor de Dios que alcanza a todos y lo perdona todo. Y a cada uno le toca elegir, nadie puede hacerlo en nuestro lugar. En su tiempo le tocó a los fariseos y señores de la Ley, gente muy religiosa, enfrentarse a su propio lamento, el de ver que Jesús se sentaba, comía y amaba a los pecadores. Que habrán hecho muchos de ellos? Se habrán sentado a la misma mesa como lo hizo Jesus? Este era y es un autentico reto, para ellos, para nosotros y para cualquier ser humano que se sienta tentado a vivir quejandose.

 

El problema es donde está mi hermano mayor, ese que grita sus lamentos, ese que nos se siente amado? Esta forma de perderse está muy profundamente arraigada en nosotros y no es tan facil de identificar como la del hermano menor. Parece mucho más facil volver desde una aventura de descontrol que volver desde una ira fria que ha hechado raíces en los rincones más profundos de mi mismo. Mi resentimiento no es algo que pueda distinguirse con facilidad o ser tratado de forma racional y es porque muchas veces se une a lo más profundo de mis virtudes.

 

Acaso no es bueno ser obediente, servicial, cumplidor de las leyes, trabajador y sacrificado? Mis rencores y mis quejas parecen estar parecen estar misteriosamente ligados a estas elogiables actitudes. Y entonces nos encontramos que justo en el momento en que queremos actuar desde lo mas generoso de nosotros mismos, nos atrapa la ira y el rencor. Y cuanto más desinteresado quiero ser, más me obsesiono porque me quieran. Cuanto más doy todo de mi para que algo salga bien, más me pregunto porque los demás no dan todo como yo. Cuando pienso que soy capaz de vencer mis tentaciones, más envidia siento hacia los que ceden a ellas. Parece que ahí donde se encuentra mi mejor yo, también se encuentra mi yo resentido y quejoso.

 

Y es acá donde descubrimos nuestras profundas pobrezas. Somos incapaces de acabar solos con nuestros resentimientos. Están tan profundamente anclados dentro nuestro que arrancarlos sería como una autodestrucción. Como acabar con ellos sin acabar con nuestras virtudes? ¿Cómo puede volver nuestro hijo mayor, que esta afuera, solo como un naufrago en una isla, cuando está perdido en el rencor, atrapado por los celos, prisionero de la obediencia y del deber vividos como esclavitud? Yo no puedo solo, solo puedo ser curado desde arriba, desde donde Dios actúa. Lo que para mi es imposible, es posible para Dios.

 

EL REGRESO

 

El padre quiere que regresen los dos hijos, el mayor y el menor. No hace diferencia entre ellos en este punto. También el hijo mayor necesita ser encontrado y conducido a la casa de la alegria.

 

El amor del padre no fuerza al amado. Aunque quiere curarnos a todos de nuestra oscuridad interior, somos libres para elegir permanecer en la oscuridad o caminar hacia la luz del amor de Dios. Dios está ahí, su luz está ahí. El perdon de Dios está ahí. El amor sin fronteras de Dios está ahí, siempre dispuesto a dar y a perdonar, independientemente de lo que nosotros respondamos. El amor de Dios no depende de nuestros arrepentimientos o de nuestros cambios. El amor del padre no depende de un final de la historia adecuado. El amor del padre depende solo de si mismo y es parte de su manera de ser. El amor no cambia cuando encuentra el cambio diria Shakespeare.

 

Los duros y amargos reproches del hijo no tropiezan con palabras de condena. No hay recriminación o acusación alguna. El padre no se defiende no se defiende ni hace ningún comentario sobre el comportamiento del hijo mayor. El padre va más allá de cualquier valoración para subrayar la relación íntima con el hijo cuando dice “tú estás siempre conmigo”. “Todo lo mío es tuyo”, No se puede encontrar una afirmación más clara del amor del padre hacia su hijo mayor. Asi pues, el padre ofrece este amor sin reservas a los dos hijos y por igual. No solo que los ama por igual sino de acuerdo a la unicidad de cada uno. Comprende las cualidades y los defectos de ambos hijos.

 

Jesús dice “en la casa de mi padre hay sitio para todos” (Jn. 14, 2). Cada hijo de Dios tiene su sitio y más aún, todos ellos son sitios de Dios. La tarea consiste entonces dejar de lado las comparaciones y rivalidades y rendirnos al amor del padre. Para esto hace falta dar un salto de fe porque tenemos muy poca experiencia en el amor que no hace comparaciones. Mientras permanezcamos afuera, en la oscuridad como el hijo mayor solo podremos experimentar la queja y el resentimiento de las comparaciones que hacemos. Fuera de la luz mi hermano parece más querido por el padre que yo; fuera de la luz ni siquiera lo reconozco como mi hermano.

 

Dios me implora que vuelva a casa, que vuelva a entrar en su luz, que vuelva a descubrir que allí, en Diós, todo el mundo es amado única y totalmente. En la luz de Dios puedo considerar que mi hermano, mi projimo, pertenece a Dios tanto como yo. Pero fuera de la casa de Dios, hermanos, hermanas, maridos, novios, amigos, se convierten en rivales, incluso en enemigos; cada uno de ellos viviendo dominado por los celos, las suspicacias, los resentimientos.

 

En el relato, el hijo mayor en su ira se queja al Padre: “Nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado!” Su autoestima se siente dolida por la alegria del padre, y su propia ira le impide reconocer a su hermano. Los mira como extraños que han perdido el sentido de la realidad y se han embarcado en una relación inapropiada, considerando la vida que ha llevado el prodigo. El hijo mayor se ha quedado solo, no tiene padre ni hermano, son extraños para él. A su hermano, un pecador, le mira con desdén. A su padre, dueño de un esclavo, le mira con miedo.

 

Es aquí donde se nota hasta qué punto se ha perdido el hijo mayor. Se ha convertido en un extraño dentro de su propia casa. La comunión ha desaparecido. Tener miedo o mostrar desdén, mostrarse sumiso o pretender controlar, ser opresor o ser victima: estas son las posibilidades que le quedan a uno cuando está fuera de la luz. No puede confesar sus pecado, no puede recibir el perdon, el amor mutuo no puede existir. La verdadera comunión se ha hecho imposible.

 

Sumergidos en la oscuridad, perdidos en nuestra isla, todo pierde su espontaneidad. Todo se convierte en sospechoso, conciente, calculado y lleno de segundas intenciones. Ya no hay autenticidad. El más minimo movimiento reclama un contramovimiento; el más minimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado.

 

Pero como hacer entonces? Yo no puedo perdonarme a mi mismo. No puedo obligarme a sentir amor. Por mi mismo solo puedo sentir cólera. No puedo llevarme a casa ni crear comunión por mi mismo. Puedo desearlo, esperarlo, rezarlo. No puedo fabricar mi verdadera libertad, alguien me la tiene que dar. Estoy perdido, debo ser encontrado y conducido a casa por el pastor que sale en mi busqueda.

 

Todos nosotros tenemos a los dos hermanos en nuestro interior. La cuestión es muy simple ¿Qué tenemos que hacer para que el regreso sea posible? A travez de la confianza y la gratitud.

 

Sin confianza no puedo dejar que me encuentren. La confianza es la convicción profunda de que el Padre me quiere en casa. Yo no me dejo encontrar cuando dudo que merezco que me encuentren y creo que se me quiere menos que a mis hermanos menores. Diciendome que no soy lo suficientemente importante como para ser encontrado, mis quejas son mayores hasta que me hago completamente sordo a la voz que me llama. Llega un momento en que tengo que negar esta voz de autorrechazo y reclamar la verdad de que Dios quiere realmente abrazarme igual que hace con mis hermanos y hermanas caprichosos. Jesús expresa esta radicalidad cuando dice: “todo lo que pidais en vuestra oración, lo obtendréis si teneis fe en que vais a recibirlo” (Mc. 11, 24) Viviendo en esta confianza, se abrirá el camino hacia Dios y se cumpliran mis deseos mas profundos.

 

Junto a esta confianza debe haber gratitud, lo contrario del resentimiento. Resentimiento y gratitud no pueden coexistir, porque el resentimiento bloquea la percepción y la experiencia de la vida como don. Mi resentimiento me dice que no se me da lo que merezco. La gratitud sin embargo va más allá de lo “mio” y “tuyo” y reclamar la verdad de que todo en la vida es puro don. Esto implica ejercitar la gratitud como disciplina. Es una elección conciente. Puedo elegir ser agradecido aun incluso cuando mis emociones y sentimientos están impregnados de dolor y resentimiento. Puedo elegir ser agradecido cuando me critican, aunque mi corazón responda con amargura. Puedo optar por hablar de la bondad y la belleza, puedo hablar de la bondad y la belleza, aun cuando mi ojo interno siga buscando a alguien para acusarlo de algo.

 

Siempre puedo elegir entre el resentimiento y la gratitud porque Dios ha aparecido en mi oscuridad, me ha animado a venir a casa y me ha dicho con tono lleno de afecto “tu estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”.

 

La confianza y la gratitud siempre exigen un salto de fe, el coraje de arriesgarse, porque la desconfianza y el resentimiento, en la necesidad de reclamar su atención, sigue advirtiendome de lo peligroso que es dejar a un lado mis cálculos y predicciones. En muchos aspectos debo dar un salto de fe para dejar que la confianza y la gratitud tengan su oportunidad. Este salto de fe implica amar sin esperar ser amado, dar sin querer recibir, invitar sin esperar ser invitado, abrazar sin pedir ser abrazado. Y cada vez que doy un pequeño salto, veo un reflejo del unico que corre hacia mi y me hace partícipe de su alegria.

 

Leonardo Colazo

 

Oleada Joven