Evangelio según San Lucas 7, 36-50

jueves, 16 de septiembre de

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: "Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora". Jesús tomó la palabra y le dijo: "Simón, tengo algo que decirte". El respondió: "Dímelo, maestro". Jesús le dijo: "Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?". Simón contestó: "Supongo que aquel a quien le perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado rectamente".

Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor, pero al que poco se le perdona, poco ama". Y a ella le dijo: "Tus pecados están perdonados". Los demás convidados empezaron a decir entre sí: "¿Quién es esté, que hasta perdona pecados?" Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".

Palabra de Dios


 

Reflexión: Monseñor Luis Alberto Fernandez | Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Buenos Aires

 

 

 

Queridos amigos, en el Evangelio que se acaba de proclamar encontramos tres actitudes. Una, la del que invitó a Jesús a su casa, con otros invitados, son actitudes del que juzga, lleno de prejuicios, del que discrimina; actitudes de éste que invitó a Jesús que nos duelen, porque son de dureza, crean distancia, se ponen por encima de los otros, actitudes que expresan corazones cerrados, seguros de sí mismos, imposibles de gozar lo gratuito. Nos recuerdan, por su semejanza, a aquel hermano mayor del hijo pródigo, que no quiso alegrarse con el regreso de su hermano; actitudes que reflejan celos, envidias, que nos hablan de vidas grises, de esas que no queremos vivir entre nosotros, tristes, mediocres, que ni son felices ellos, ni dejan ser felices y alegres a los demás.

 

Una segunda actitud es la de la mujer pecadora, atenta al paso de la misma misericordia, esta mujer va en busca de su encuentro con la misericordia, sin hacerse notar, carga no sólo sus pecados, que llevan el llanto, la tristeza y el dolor de la ofensa infligida, carga también la belleza y hermosura de los perfumes de la vida verdadera y no teme derramarlos a los pies de Jesús. Ella se acerca con humildad, en silencio, seca los pies del Maestro, sintiéndolo cercano y accesible, se hace cercana ella al infinito, a quien puede ungir y hasta llegar a besar ahora con un corazón puro, limpio y nuevo.

 

La tercera actitud, es con la que nos queremos quedar fundamentalmente, es la de Jesús. Él se hace huésped de todos, porque a todos vino a dar vida, y por eso va a casa del fariseo, comparte con todos los invitados, y también se deja tocar por la mujer pecadora, enseña desde la sabiduría popular, esa que es entendida por todos, como cuando dijo “Ama más, aquel que se le perdona más”, y quién no entiende esto.

 

Es la misericordia de Dios que se deja encontrar, y que no sólo deja la conciencia sin culpa, no sólo te devuelve la dignidad perdida, no tan sólo te acerca nuevamente a los hermanos y te hace gustar de la fiesta de la vida, sino que además hace nuevo tu existir, te hace joven para siempre. Es la experiencia del perdón de los pecados que recibió esta mujer del Evangelio, y es nuestra propia experiencia cuando nos acercamos al sacramento de la reconciliación. Somos envueltos, llenos de un amor tan infinito, es como nacer de nuevo, como cuando uno llora de alegría, aquí ya sobran las palabras, sólo permanece la fe y el amor de un corazón en paz; como cuando te vas a confesar, al principio te cuesta, te da vergüenza, pero después te das cuenta que sólo has sido tocado por el amor infinito de Dios, y salís con alegría, con una vida nueva, con ganas de hacer ese mundo nuevo, de tener amigos y amigas, y de vivir puro, pura para siempre, como Jesús y esta mujer.

 

 

 

Oleada Joven