Tiempo atrás, realicé un retiro parroquial de dos días, cuyo lema era “Te basta mi gracia”. El motivo por el cual había decidido inscribirme fue que, en el flyer, había una imagen de un bebé durmiendo sobre una mano adulta. Venía de vivir semanas difíciles, intensas y agotadoras, y pensé: “Yo necesito descansar así de confiada en las manos de Dios”. En esta nota, les comparto algunas ideas que surgieron en el retiro y que todavía siguen resonando en mi corazón.
Una de las primeras ideas que reflexionamos en esos días, fue que los seres humanos somos esencialmente buenos. Todos. Si lo ejemplificamos con una parábola, lo original en nosotros sería la buena semilla de trigo (Mt 13,24-30). Sin embargo, por un lado o por otro, siempre aparece cizaña —el mal— en nuestra vida.
Lo interesante es que, así como el trigo y la cizaña crecen juntos hasta la cosecha, nosotros tenemos que empezar a integrar nuestras fortalezas y debilidades. Con esto, no quiero decir que haya que abrazar al pecado en sí, sino a nuestra condición de seres frágiles y pecadores. En vez de intentar arrancar u ocultar la debilidad, ahondar en su raíz y trabajarla. Porque, aunque nos cueste creerlo, la cizaña es parte de una gran posibilidad y tiene una misión en nuestra vida, que tendremos que ir descubriendo con el paso del tiempo.
Si hay algo fundamental que tenemos que saber y tener siempre presente, es que podemos presentamos ante Dios tal cual somos. Con Él, podemos ser quienes somos sin tener que arrancar nuestra cizaña… y Él nos va a seguir amando.
Todos los seres humanos tenemos heridas. Y si no las sanamos correctamente, corremos el riesgo de vivir lastimando a los demás, o incluso de terminar viviendo desde esas mismas heridas.
Tampoco tenemos que tenerle miedo a nuestras propias debilidades. Los celos, las inseguridades, las obsesiones y todo lo oscuro de nuestro corazón es parte de nuestra naturaleza herida… Y, aunque nos cueste, tenemos que aprender a aceptarlas, perdonarlas y tratarlas con amor.
Si verdaderamente queremos encontrarnos con Dios, tenemos que entregarle todo lo que somos. Debemos presentarle nuestra verdad completa. Dios quiere curar nuestras heridas pero, si antes no las aceptamos, no podremos entregárselas y nunca podrán sanar.
Por otro lado, por más de que lo deseáramos con todas nuestras fuerzas, no podríamos lograr curarnos a nosotros mismos: no podemos decidir, de un día para otro, aceptarnos tal cual somos. Necesitamos de la experiencia de que alguien nos acepte incondicionalmente. Por lo tanto, nuestra curación solo será posible cuando nos entreguemos a los brazos misericordiosos y amorosos de Dios.
Queridos amigos: Somos fragilidad, pero fragilidad amada. Eso es lo que nos hace fuertes. Dios no nos va a evitar el dolor, pero nos va a acompañar siempre, aun en los momentos difíciles. Hoy Él nos dice a cada uno, como a san Pablo: “Te basta mi gracia”.
Y así, nosotros podemos tener esta certeza: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10b).
Mechi Ruiz Luque
Publicado en la Revista Bienaventurados de la Catedral de San Isidro