El tiempo ordinario que comenzamos en el Año Liturgico, es una invitación a vivir con sencilla hondura esa dimensión de la vida que más de una vez se nos escapa: la cotidianeidad.
Para los discípulos de Jesus, el camino para abrazar el cada día con amor y responsabilidad, nos lo dio Jesús con su ejemplo, especialmente en ese largo y silencioso periodo de su existencia en el escondido pueblo de Nazareth.
Un sacerdote chileno escribió una vez: “En Nazareth, su encarnación se radicaliza y alcanza su máxima intensidad: Jesús se inserta ahí en la condición humana, con todo su realismo, compartiendo su trabajo y su condición de cada día, no como una “experiencia” o postura pedagógica, sino como el estilo de toda su vida, que prolongará en su actividad publica y en su pasión. Si en su actividad misionera brilla su misericordia liberadora, y en su pasión, su inmolación redentora, en Nazareth brilla su caridad fraterna y su amistad en lo más ordinario y gris de la vida de cada día.”
En Jesús, todo lo humano toma un nuevo sentido. Dios se hizo uno de los nuestros y asumió toda nuestra condición (excepto el pecado). ¿Te imaginas a Jesús, Dios bebé, incapacitado para hablar? Y sí, Jesús necesitó que María lo alimentara, que José le enseñara a caminar… Jesús también sintió hambre, tuvo calor y se cansó en el camino y se detuvo en el pozo para tomar agua. Tuvo sueño, se enojó, se sintió triste y rió a carcajadas con los suyos.
Un Dios bien de acá para elevarnos a su mas allá. Viviendo lo cotidiano, con amor, se convierte en un gran escenario para encontrarnos con el Señor y que nuestras cosas sencillas de cada día tomen otro vuelo.