Durante los primeros días del mes de febrero de 2020, misioneros de la Capilla del Colegio Marín visitaron los pueblos de Villa Gral. Rojo, Villa Esperanza y Erezcano, haciendo base en una escuela en Rojo. La gente de los tres pueblos, ubicados a unos pocos kilómetros de San Nicolás, nos recibió de forma muy hospitalaria, nos abrió las puertas de sus casas y de sus parroquias para celebrar con nosotros misas, peñas, parrilladas y charlas.
Por la mañana, el grupo de jóvenes, acompañado por algunos adultos, recorría casas de los diferentes pueblos y, por la tarde, se realizaban actividades con niños y jóvenes, y algunos seguían las recorridas.
Una de las misioneras, Pili De Notta, nos acerca su testimonio de misión y cómo ésta experiencia va comenzando a calar hondo en su corazón y en su proceso de crecimiento y madurez, humano y espiritual.
Del 1 al 10 de febrero solemos tener la misión con la capilla. Es algo que tengo internalizado desde mi primera misión, en 2016. Tanto, tanto me gustó la experiencia de misionar que se convirtió en algo que quiero repetir siempre, una de las partes más esperadas del año. Creo verdaderamente que en las misiones uno vive como cualquier cristiano sueña: la fe se vive y se comparte libremente, no existen los miedos a muchos prejuicios que rondan hoy en día sobre la Iglesia; se genera un ámbito de amistad y amor entre las personas, tanto del pueblo como del grupo, dónde uno se siente aceptado y por sobre todas las cosas, amado. Se unen realidades abismalmente distintas dónde nos encontramos en aquello que tanto nos une: el amor de Dios. Porque aunque la otra persona no sea creyente, hay una apertura de corazones inmensa, que nos permite encontrarnos. ¡Y ni hablar del grupo! Es como si todos fuéramos hermanos: vivimos bajo el mismo techo, comemos juntos, compartimos y por sobre todas las cosas no paramos de acompañarnos, tanto con risas como apoyándonos en las cruces. Con el pasar de los años las misiones me vieron crecer, fui formándome mucho como persona, aprendiendo cada vez más de este amor incondicional hacia quienes me rodean y hacia mí por parte de mi Padre. Creo que, sin las misiones, no sería la persona que soy hoy, y de la que, en muchos aspectos, creo que puedo enorgullecerme. Uno va aprendiendo cosas nuevas y conociéndose más cada misión. Y, como dije antes, suelo ir a las misiones cada año desde 2016. Este año se me complicó, porque arranqué la facultad. Pero no puedo estar más agradecida a Dios de haberme ayudado a ir algunos días. Entre la misión pasada y la de este año, conocí la belleza del compromiso. Tanto me encariñé con la gente de Erezcano (especialmente los niños) la misión pasada que con muchos del pueblo mantuve contacto por WhatsApp, entre ellos: Alejandrina. Ale es una señora que vive ahí, tiene tres hijos y una de ellos es Jimena, a quien extraña horrores porque vive en Alemania con su familia, como médica. Muchas veces hable con Ale de lo triste que se sentía por no tenerla cerca, y lo que le rezaba a Dios para que volviera. Está misión gracias a Dios volví a encontrarme con ella, y me llenó de sorpresa y gratitud el corazón el ver lo mucho que Él la había cuidado y cómo ella evolucionó en su fe. Ale cambió la mirada, entendía que ya no se trataba de rezar para que Jimena vuelva, sino para que sea feliz y estuviera bien (claramente los rezos son escuchados). Y qué lindo fue, al volver de la misión, el que pudiera contar conmigo y llamarme para desahogar sus preocupaciones sobre algunos temas personales. Lo mismo me pasó con los niños. Tanto jugar con ellos y conocerlos a cada uno, me llenó de amor. Ni hablar de cuando llegábamos a la plaza a las cinco de la tarde y ya estaban esperándonos con tereré y galletitas, para jugar un rato altos partidos de fútbol, aprender algo sobre la Sagrada Familia o el Ángel de la Guarda y después ir juntos a misa. Sabemos que algunos de ellos no viven la infancia deseada en sus casas, y no podría estar más feliz de verlos estallar de risa con nosotros, encontrar ese espacio de SER NIÑOS. Es por eso que la partida del año pasado me dejó con mucha incertidumbre, “ojalá sigan bien sin nosotros,” pensaba… Y qué gratificante fue ver cómo Dios me los había cuidado mientras no estuve. No puedo sentirme más servidora de Jesús que en esos momentos en los que tanta alegría y disfrute surge de nuestros encuentros. Tanto amor recibí de ese pueblo que realmente lo tengo calado en el corazón, cada persona me conquistó profundamente y es eso lo que me motiva a comprometerme, a vivir con ellos y con los otros misioneros (que son LO MÁS) esta locura de amor que se encuentra en lo que somos, la iglesia.
Del 1 al 10 de febrero solemos tener la misión con la capilla. Es algo que tengo internalizado desde mi primera misión, en 2016. Tanto, tanto me gustó la experiencia de misionar que se convirtió en algo que quiero repetir siempre, una de las partes más esperadas del año. Creo verdaderamente que en las misiones uno vive como cualquier cristiano sueña: la fe se vive y se comparte libremente, no existen los miedos a muchos prejuicios que rondan hoy en día sobre la Iglesia; se genera un ámbito de amistad y amor entre las personas, tanto del pueblo como del grupo, dónde uno se siente aceptado y por sobre todas las cosas, amado. Se unen realidades abismalmente distintas dónde nos encontramos en aquello que tanto nos une: el amor de Dios. Porque aunque la otra persona no sea creyente, hay una apertura de corazones inmensa, que nos permite encontrarnos. ¡Y ni hablar del grupo! Es como si todos fuéramos hermanos: vivimos bajo el mismo techo, comemos juntos, compartimos y por sobre todas las cosas no paramos de acompañarnos, tanto con risas como apoyándonos en las cruces.
Con el pasar de los años las misiones me vieron crecer, fui formándome mucho como persona, aprendiendo cada vez más de este amor incondicional hacia quienes me rodean y hacia mí por parte de mi Padre. Creo que, sin las misiones, no sería la persona que soy hoy, y de la que, en muchos aspectos, creo que puedo enorgullecerme.
Uno va aprendiendo cosas nuevas y conociéndose más cada misión. Y, como dije antes, suelo ir a las misiones cada año desde 2016. Este año se me complicó, porque arranqué la facultad. Pero no puedo estar más agradecida a Dios de haberme ayudado a ir algunos días. Entre la misión pasada y la de este año, conocí la belleza del compromiso. Tanto me encariñé con la gente de Erezcano (especialmente los niños) la misión pasada que con muchos del pueblo mantuve contacto por WhatsApp, entre ellos: Alejandrina.
Ale es una señora que vive ahí, tiene tres hijos y una de ellos es Jimena, a quien extraña horrores porque vive en Alemania con su familia, como médica. Muchas veces hable con Ale de lo triste que se sentía por no tenerla cerca, y lo que le rezaba a Dios para que volviera.
Está misión gracias a Dios volví a encontrarme con ella, y me llenó de sorpresa y gratitud el corazón el ver lo mucho que Él la había cuidado y cómo ella evolucionó en su fe. Ale cambió la mirada, entendía que ya no se trataba de rezar para que Jimena vuelva, sino para que sea feliz y estuviera bien (claramente los rezos son escuchados).
Y qué lindo fue, al volver de la misión, el que pudiera contar conmigo y llamarme para desahogar sus preocupaciones sobre algunos temas personales.
Lo mismo me pasó con los niños. Tanto jugar con ellos y conocerlos a cada uno, me llenó de amor. Ni hablar de cuando llegábamos a la plaza a las cinco de la tarde y ya estaban esperándonos con tereré y galletitas, para jugar un rato altos partidos de fútbol, aprender algo sobre la Sagrada Familia o el Ángel de la Guarda y después ir juntos a misa. Sabemos que algunos de ellos no viven la infancia deseada en sus casas, y no podría estar más feliz de verlos estallar de risa con nosotros, encontrar ese espacio de SER NIÑOS. Es por eso que la partida del año pasado me dejó con mucha incertidumbre, “ojalá sigan bien sin nosotros,” pensaba… Y qué gratificante fue ver cómo Dios me los había cuidado mientras no estuve. No puedo sentirme más servidora de Jesús que en esos momentos en los que tanta alegría y disfrute surge de nuestros encuentros. Tanto amor recibí de ese pueblo que realmente lo tengo calado en el corazón, cada persona me conquistó profundamente y es eso lo que me motiva a comprometerme, a vivir con ellos y con los otros misioneros (que son LO MÁS) esta locura de amor que se encuentra en lo que somos, la iglesia.