Jesús dijo a sus apóstoles: “No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada. Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra; y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa.
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo. Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa”.
Cuando Jesús terminó de dar estas instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí, para enseñar y predicar en las ciudades de la región.
Este evangelio formó parte también de la liturgia de la palabra del Domingo. Tanto en aquella oportunidad como en esta, se nos habla sobre la vocación Apostólica y las exigencias que conlleva el seguir a Cristo.
El evangelio de San Mateo fue escrito en tiempos de persecución cristiana, por lo tanto, cuando escuchamos el modo de escribir, que tenía el autor de este evangelio, tiene en estos momentos, un tono casi apocalíptico. Pero sólo tenemos que pensar que fue escrito el evangelio para dar ánimo y sostener a los cristianos perseguidos, por eso también aparece la imagen de la familia y los miembros de cada familia enfrentados unos con otros a causa del evangelio, porque en tiempos de persecución, había quienes abrazaban la fe y había quienes también, con tal de defender la propia vida, no tenían inconveniente en entregar al martirio a sus propios afectos y sus lazos sanguíneos.
Por eso Jesús va a decir entre las exigencias: “aquel que ama a su padre o a su madre más que a Mí, aquel que ama a su hijo a su hija más que a mí, no es digno de Mí, aquel que no abraza su cruz, no es digno de Mí”. Con lo cual, Jesús no nos está diciendo que no debemos amar a nuestros padres o a nuestros hijos que forman parte del mandamiento del amor al prójimo y son nuestros amores más inmediatos. Sino que, nos está enseñando que debemos amar a Dios por encima de todos ellos.
El amor a Dios y nuestra respuesta de amor a un Dios que nos ha amado perfectamente, nuestra respuesta de amor ¡de algún modo! nos está “ordenando también nuestros afectos”. Aquí que aquel que ama a Dios convenientemente sabe también amar al prójimo.
Decía San Agustín: “No ames a tu padre más que a Dios, no ames a tu madre más que a la Iglesia. Fíjate que sí amas a tus padres que te han engendrado para la muerte, más debes amar a Dios que ha creado para la vida eterna.”
Esto ordena totalmente nuestros afectos y nos ayuda entonces a descubrir que las exigencias de la vocación apostólica, de algún modo, llevan a amar a todos sin distinción. Pero sólo desde el corazón de Dios, al cual debemos amar por encima de todas las cosas.
Amando a Él, aprendemos y sabemos amar a todos nuestros afectos. Darle, realmente el lugar que se merecen en el altar de nuestro corazón.
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