Jesús hizo a sus discípulos esta comparación: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?
El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro. ¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo’, tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.”
Es un gran desafío y a la vez, precioso, hacernos responsables del propio crecimiento y de la actitud fundamental que elegimos tener frente a la vida y frente a los demás. Esta responsabilidad si la deseamos, tenemos que cultivarla cotidianamente y con esfuerzo.
Demasiado fácil podemos caer en victimizarnos o culpabilizar a otros por lo que nos sucede o por nuestro modo de relacionarnos; y no caemos en la cuenta de que la manera en que acogemos la realidad y actuamos sobre ella, depende fundamentalmente de nosotros.
Jesús hoy pone en nuestras manos la vivencia de la fraternidad del Reino, y como de costumbre, con un fuerte sentido de la realidad, nos invita a que nos hagamos cargo de esta fraternidad, en medio de una realidad conflictiva y frágil.
La fraternidad del Reino, no se hace presente en un mundo ideal o entre personas perfectas, sino que este proyecto de hermandad, que nos invita a vivir Jesús, puede hacerse hoy presente en la realidad de cada uno de nosotros, así como es.
Se trata de hacernos conscientes de que la medida que usamos para mirar y tratar a los demás es la que permitimos que se tenga con nosotros: “No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará”.
Jesús, de esta manera, nos muestra cómo somos realmente responsables de nuestro camino y de abrir nuestro corazón con verdad, a la misericordia de Dios. Se nos invita a la generosidad y a la comprensión, para mirar a los demás, para amar y perdonar. La actitud que tengamos hacia los demás, redundará en bien, amor y luminosidad, hacia nosotros mismos.
Cuando centramos la mirada en lo bueno y verdadero, cuando nuestro corazón está abierto al perdón, a la compasión; cuando nosotros tratamos a los demás sin prejuicios, amable y generosamente, la alegría interior y la confianza en el amor y la misericordia de Dios se fortalecen en nosotros. Pero cuando vamos caminando por la vida con miradas duras, de esas que juzgan y etiquetan, cuando nuestro trato es discriminador y egoísta, también nuestro corazón lo experimentamos enredado y oscurecido. Jesús nos hará ver que de esta segunda manera, también obstaculizamos que nuestro corazón acoja a la misericordia de Dios.
¿Qué podemos hacer? La clave nos la da el Evangelio: mirarnos con honestidad a nosotros mismos, reconocer nuestras fragilidades, dificultades y pecados; y, seguramente, podremos acercarnos a los demás sin subirnos a ningún pedestal, y brotará la mirada comprensiva, y la compasión, y nos abriremos a la posibilidad del perdón.
Dios nos invita a acoger de esto modo su misericordia. Que Dios nos bendiga y nos fortalezca.
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