Habiendo Jesús expulsado un demonio, algunos de entre la muchedumbre decían: “Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios”.
Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo.
Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: “Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra.
Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul.
Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces. Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes.
Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes.
El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.
Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’.
Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio”.
La vida cristiana, el seguimiento de Jesús se juega en nuestro SÍ a Dios, a su propuesta, haciendo vida su mensaje y poniéndonos en sintonía con el proyecto de Dios, buscando y hallando su voluntad para nuestras vidas.
Se trata de ser proactivos, de buscar vivir el amor con todas las letras, como lo vivió Cristo, luchando para no dejar espacios vacíos que no estén orientados al servicio y alabanza de Dios; no dejar nada que no se ordene a vivir el amor a Dios, al prójimo y a uno mismo, como un mismo mandamiento inseparable.
Se trata de crecer en amor y en libertad para vivir y construir la fraternidad del Reino, esa que nos propone Jesús en el Evangelio y que impulsa desde nuestro interior. Eso implica trabajo cotidiano, que sólo se hace posible con la asistencia de la gracia que Dios derrama en nuestros corazones.
La tentación es centrar nuestra vida cristiana en un no al pecado, un no a lo que está mal, a lo que hace daño. Y gastar nuestros días en el esfuerzo por no caer, no consentir a lo que nos hace mal; quedarnos en un no que nos hace sentir siempre amenazados, siempre temerosos, siempre desconfiados. Quien vive el cristianismo así, centrado en un no, gastará su vida buscando tener su casa interior ordenada, mirándose siempre a sí mismo y su existencia cada vez más amenazada, pero no podrá vivir el amor que salva, y que nos propone Jesús con su vida y su mensaje.
Los cristianos tenemos la vocación del Sí, como el de María. Nuestra vida es para unirnos a Jesús, y recoger con Él los frutos del Reino que ya está presentes en nuestra historia, en el aquí y ahora. La inacción, la cobardía, la sobreprotección de nosotros mismos, no nos guardan para Dios, sino que nos alejan de Él y de su propuesta.
Claro que decirle que sí a Dios, implica decir no a lo que nos aleja de Él. Pero ese NO es consecuencia de ponernos en sintonía con el amor cristiano, con la construcción activa del proyecto de Jesús. Nunca será el No el centro de nuestra vida.
Pidamos a Dios, la gracia de este Sí radical y completo, de este sí que nos desafía cotidianamente y nos impulsa a la oración y acción comprometidas, y, pidamos la gracia de poder ordenar nuestra casa interior, pero no para regodearnos en su pulcritud, sino para ocuparnos en la búsqueda constante de su voluntad.
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