La parábola de los talentos nos hace pensar de lleno en los dones y capacidades que nos regala Dios cuando nos sueña, nos hace, nos crea, nos teje en el silencioso vientre de nuestras madres. Y lo primero que podemos y tenemos que decir es que Dios da talentos a todos. Según su capacidad. Pero a todos. Nadie se queda afuera del amor de Dios que nos hace tener talento.
Vale la pena aclarar que los talentos son monedas corrientes en la época de Jesús. Pero nosotros lo hacemos extensivo a las capacidades, todas distintas y por eso originales que Dios nos regala para poder vivir en esta vida al estilo de Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien. Todos nosotros somos capaces de algo. Todos podemos hacer algo con nuestra vida. Todos estamos llamados a algo. Todos entonces somos dignos. Todos somos amados. Todos podemos encontrarle el sentido de la vida a aquello que vivimos todos los días.
Y lo lindo de la parábola es hacernos pensar que no es más quién más recibe, sino más bien aquel que es capaz de “trabajar” su talento, su capacidad, su don, su vida. No podemos ser mezquinos y pensar que Dios ama más a los que más talento tienen o reciben; todo lo contrario, Dios ama a todos y lo que quiere es que aquello que recibimos, mucho o poco, pero nuestro, lo hagamos dar fruto. Y cuando decimos esto, hablamos en concreto de poner nuestra vida al servicio de una causa que valga la pena, una causa que no perezca en el tiempo, una causa que trascienda y vaya más allá de toda ideología y pensamiento. La causa del Reino de Dios anunciado e instaurado por Jesús.
Y hoy, que celebramos la IV Jornada Mundial de los Pobres, hablar de talentos, dignidad, servicio y amor, si lo hacemos en abstracto suena a lindo verso y lindas palabras. Hoy el evangelio y el papa Francisco nos llaman a una profunda conversión del corazón respecto de los pobres. “No amemos de palabra sino con obras”, nos dice. No podemos seguir invisibilizándolos en la vida de la Iglesia y nuestras comunidades. No podemos seguir pasando por alto. No podemos hacer de cuenta que miramos sin ver. Hay gritos que claman al cielo y esperan de nosotros, de nuestra vida y de nuestros talentos, la capacidad de ponernos al servicio de ellos.
De esta manera creo que el problema o el gran pecado de aquel que recibió un solo talento, no es que recibió solo uno, sino que, por temor y miedo, enterró su talento. ¡Ni siquiera lo intentó! Se guardó la vida. Quizás si a la vuelta de su señor, le decía que lo había intentado, que había empezado, que buscó la manera de hacerlo dar algo… Pero no. Seguramente su señor lo hubiese perdonado. Pero ni siquiera lo intentó. Balconeó la vida. La miró desde afuera. No quiso meterse. Quiso estar a salvo. No afrontar el conflicto. Renegar de vivir en definitiva. El gran pecado de quien recibió un solo talento es que se privó de vivir por miedo.
Poné tu talento, tu capacidad, tu vida, tu corazón al servicio de los pobres. Para ser más vos. Para ser más “nosotros”. Para ser de veras Iglesia Católica creyente, pero también creíble.
Te abrazo fuerte en el Corazón de Jesús y que tengas un domingo lleno de la Pascua de Jesús.
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