Levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que ponían sus ofrendas en el tesoro del Templo. Vio también a una viuda de condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre, y dijo: “Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie. Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir.”
Si hay un precio que pagar para entrar en el reino de los cielos, ¿cuánto cuesta? ¿Será suficiente dar algo como limosna?
En el caso de Zaqueo, la entrada en el reino de los cielos fue pagada con la mitad de los bienes que poseía, ya que la otra mitad la había gastado en retribuir cuatro veces más a los que había defraudado . En el caso de Pedro y Andrés, el reino de los cielos vale las redes y la barca, ya que los dos hermanos no tenían otra cosa.
La viuda lo compró por mucho menos: sólo dos moneditas . Algunos entran incluso ofreciendo sólo un vaso de agua fresca. El precio a pagar es fácil de establecer: el reino de Dios vale todo lo que tienes, por poco o mucho que sea.
La primera característica es hoy puesta de relieve por el comportamiento de la viuda quien, a diferencia de los rabinos que exhibían su piedad, hizo su gesto sin llamar la atención de nadie, sin hacerse notar.
Esta mujer no conocía a Jesús, no escuchó sus enseñanzas, no respondió a una llamada suya y no era su discípula. No le sigue, como lo hicieron los Doce y muchas otras mujeres que le acompañaron durante los tres años de vida pública y, sin embargo, se comporta de modo evangélico tal como Jesús había recomendado: “Cuando hagas limosna no hagas tocar la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alabe la gente. Cuando tú hagas limosna, no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; de este modo tu limosna quedará escondida” (Mt 6,2-4)
Esta viuda es la imagen de aquellos quienes, también hoy, dóciles al impulso del Espíritu viven de forma evangélica aunque no hayan leído ni una página del Evangelio.
La otra característica del verdadero amor es ser total. El amor a Dios debe involucrar a toda la persona: “Amarás al Señor tu Dios –nos dice Jesús– con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30), y sin reservas debe ser también el amor al prójimo.
La viuda es presentada como un modelo de este amor. A diferencia de los ricos que “ponían muchas monedas en el tesoro”, ella no ha puesto mucho, ha puesto todo lo que tenía. No hay nadie tan pobre que no tenga algo que ofrecer y nadie tan rico que no necesite recibir nada de los demás. Dios ha llenado de regalos a sus hijos para que, siguiendo el ejemplo del Padre que está en los cielos, no los retengan para sí mismos, sino que los pongan a disposición de los demás.
Por la totalidad de su amor, la viuda se convierte no sólo la imagen del verdadero discípulo, sino también de Dios y de Jesucristo –como señala Pablo– “siendo rico, se hizo pobre” para enriquecernos por su pobreza (2 Cor 8,9).
El lugar de la máxima revelación del rostro de Dios es el Calvario. Es allí donde Dios ha mostrado su identidad. No pretende, ofrece, se da sí mismo totalmente al hombre. No quiere que éstos se inclinen ante él, sino que se arrodillen ante los hermanos. No pide que le den vida a él, sino que, con él, se pongan a disposición de los hermanos.
La viuda es la imagen de Dios y de Cristo porque se ha despojado de todo lo que tenía y lo ha donado a los demás.
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