En aquél tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Tengan cuidado y estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el momento. Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela.
Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos. Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Estén prevenidos!”.
Empezamos a vivir el tiempo de adviento y nos metemos de lleno en la promesa de Jesús de su regreso y de su vuelta.
Mucho podemos decir de esto. Habrá una segunda vuelta en gloria y majestad de parte de Jesús al final de la historia. Sin embargo, el texto de Marcos de la liturgia de hoy lo podemos entender en otro sentido. No solamente en pensar en el Juicio Universal sobre vivos y muertos, en el cual seremos todos y cada uno examinados en el amor, sino también en la permanente llegada de Jesús a nuestra vida. No podemos pensar el texto de Marcos desde el miedo y el temor. Algo así como: “me tengo que portar bien porque en cualquier momento viene de vuelta Jesús y me puede mandar al infierno”. Eso es una chiquilinada.
La verdadera fe nos hace pensar que después del misterio de la Pascua, la presencia de Jesús en el mundo, si bien no es la misma, sí es permanente. Con esto queremos decir que el evangelio de hoy se dirige más bien a estar atentos a aquellos lugares, algunos insospechados de nuestra vida, en los cuales Jesús se nos puede manifestar y salir a nuestro encuentro.
No se trata de un evangelio que nos mete miedo, sino en un mensaje de esperanza de parte de Jesús a estar siempre atentos y “no dormirnos en los laureles”, no bajar los brazos, no dejar de luchar. Y nos hace pensar que adviento significa “llegada”. Y la llegada exige espera. San Rafael Arnáiz Barón, santo del siglo XX, nos dice que “todo en la vida consiste en saber esperar”. Este texto del evangelio que rezamos, reflexionamos y meditamos hoy nos pone en esa frecuencia. Como cristianos muchas veces no estamos acostumbrados a saber esperar. Queremos todo ya, ahora, hoy, inmediatamente. Somos hijos de una cultura de la comida rápida en el shopping y del “¡llame ya!”. Queremos todo de acuerdo a nuestros propios tiempos y a nuestra propia medida, según nuestro propio interés. Queremos todo como a nosotros nos parece.
Es por eso que el evangelio de hoy tiene una actualidad genial. Nos mete de lleno en nuestro propio estilo de vida y nos pide que lo revisemos. Nos invita a pensar el adviento como un tiempo de saber esperar en la esperanza. Saber esperar es un arte. Es uno de los mayores actos de confianza que podemos hacer. Porque esperamos en otro y de otro. Le delegamos a otro el poder y la llegada de las cosas que pedimos y esperamos. Confiamos no sólo que el otro existe, sino que nos podemos vincular con él. ¡Y más aún cuando se trata de Dios! Saber esperar es saber fiarse de la Palabra que Jesús nos da como promesa del Padre y por la fuerza del Espíritu. Y no es una actitud pasiva. La espera es altamente activa. El que espera no es el que se resigna y baja los brazos. No es al que todo le da lo mismo en el contexto de la desesperanza. Saber esperar consiste en estar permanentemente abierto a dejarnos sorprender por Dios en lo cotidiano y ordinario de nuestra vida. Es dejarnos asombrar por Jesús, que no sólo vendrá al final de los tiempos sino que sale a nuestro encuentro de manera permanente, especialmente en nuestros hermanos más pobres y desahuciados.
Saber esperar nos saca de la compulsividad del pedirle permanentemente cosas a Dios para entrar más bien en una actitud activa de escucha y discernimiento de aquellos lugares en los que Dios habita nuestra vida. Sólo nos falta a veces descubrirlo.
Te abrazo fuerte en el Corazón de Jesús, que siempre está viniendo a nuestro encuentro y será si Dios quiere hasta el próximo evangelio.
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