Viernes 4 de Diciembre del 2020 – Evangelio según San Mateo 9,27-31

miércoles, 2 de diciembre de
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Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”.
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: “¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?”. Ellos le respondieron: “Sí, Señor”.
Jesús les tocó los ojos, diciendo: “Que suceda como ustedes han creído”. Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: “¡Cuidado! Que nadie lo sepa”. Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.

 

Palabra de Dios

Padre Marcelo Amaro sacerdote jesuita

 

Hoy nos encontramos frente a la fuerza del deseo de dos hombres ciegos que desde lejos gritando y desde cerca suplicando, piden a Jesús que les libere, que los sane. Podemos también nosotros caer en la cuenta de nuestras cegueras, espirituales, psicológicas o afectivas. Me refiero a esas que no nos dejan ver como mira Jesús. Aquellas que no nos permiten acceder a la riqueza interior que todos tenemos, o al sabernos amados y buscados por Dios. Aquellas que no nos permiten ver al otro como hermano, y que nos llevan a hacer diferencia entre las personas. Aquellas que no nos dejan descubrir la fuerza del amor y del perdón, y tantas cegueras que nos limitan en la alegría propia de la fe, la esperanza y la caridad.

Estos ciegos, reconocen a Jesús como el Mesías, el Hijo de David, el que viene a liberar. Estos hombres buscan el encuentro cercano con Cristo porque tienen fe en Él y confían en su capacidad de compasión y de acción. También nosotros nos podemos encontrar con el deseo de transformar nuestras miradas opacas, o estancadas, hacia nosotros mismos, hacia los demás, y queramos sinceramente acercar nuestra vida al modo de ver y de proceder de Jesús, hacernos solidarios con Él en su obra redentora, esa que asume la realidad como es, que la ama hasta el extremo, y desde el amor la salva.

Jesús, no centra la sanación solo en su capacidad de sanar sino que por dos veces provoca que los hombres ciegos miren a su interioridad y examinen su fe: ¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden? Y luego les dice: Que suceda como ustedes han creído.

Es tan hermoso y a la vez desafiante el saber que Jesús cuenta con nosotros y que nos involucra en su acción liberadora. Que su proceder no es ni superficial, ni impositivo, ni manipulador, sino que su acción se da en el encuentro con nosotros y compromete nuestra interioridad, nuestro deseo y nuestra fe. Más de lo que nosotros podemos imaginar.

La fe nos abre el corazón a la acción de Dios en nosotros, y la fe es un don que Dios da a todos, pero que necesita ser acogido libremente por cada uno para que se despliegue su fuerza en nosotros. La fe en Cristo no es creer, fundamentalmente, en un cúmulo de fórmulas o leyes, sino es confiar en una persona, en Él, en su amor, en su redención. La fe en Cristo es creerle a Él y que esa fe impacte en la esperanza con la que vivimos, y en la caridad con la que actuamos.

El adviento es un tiempo para examinar nuestra fe, para reconocer sin justificaciones dónde estamos parados, para desearla y pedirla; para acogerla y para comprometernos con ella. Sólo desde la fe podremos abrirnos al misterio de este Dios que viene a compartir la vida con nosotros tan plenamente que nos hace uno con Él.