En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: ‘Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes’.”
Hablar del Espíritu de la Verdad es hablar del Espíritu Santo, el Espíritu de Vida Nueva que nos regala Jesús en su Pascua. Y cuando hablamos de verdad, hablamos también de vida. Y no hablamos de la vida física o material, vida biológica. Hablamos de la vida según el Espíritu, es decir, la Vida y el poder de la gracia que habita en el corazón de todo varón y mujer de buena voluntad, de los creyentes, de todos los bautizados que sienten en el pecho el deseo de un mundo renovado, más fraterno, más humano, más digno de ser vivido.
Vida que nos desinstala y nos saca afuera de nuestra zona de confort, de seguridad, de mirarla desde la venta del auto o el colectivo. Vida que se apodera de nuestras entrañas y nos regala las mismas entrañas de Misericordia del Padre para no seguir pasando de lado frente a ningún tipo de necesidad humana. Vida que se hace fuerte donde merodea la muerte en la danza furtiva de violencia, la droga, el alcohol, la desesperanza, la vida manoseada y amenazada. Vida que necesita transmitirse a tantos hermanos invisibilizados en el mundo de hoy.
Hoy podemos volver a apasionarnos por un Dios que no es un solterón solitario que habita en el cielo y nos enrostra todos los pecados y fracasos de nuestra vida para revolcarnos en nuestra propia miseria, sino por un Dios empedernido de amor por el corazón, la vida, la historia, los dolores y alegrías, las tristezas y las esperanzas de todos nosotros, de todos los hombres, para entregar a su Hijo Único por amor, que pasó su vida haciendo el bien y murió como un malhechor sin mayor gloria que una cruz, una corona de espinas y la peor tortura del Imperio Romano en la afueras de la Ciudad de Paz -Jerusalén-, y resucitando nos regala su Espíritu Santo, que nos invita a ser santos para vivir conforme al Evangelio predicado por ese mismo judío marginal de la Palestina del siglo I.
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