Sal. 25, 1: Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía que soñábamos… En este Adviento, dejarnos sorprender por la acción del Espíritu de Dios.
Hace días que viene resonando como un eco lejano en mi corazón, algo que aprendí del Papa Francisco en una de sus catequesis de los miércoles. Introduciendo sobre San José desde la perspectiva bíblica, decía que “Belén” en hebreo significaba “casa del pan”, como tantas veces he podido escuchar; sin embargo me sorprendió que agregara la traducción de este mismo término en árabe, lo que significa “casa de la carne”.
Profundizando en la moción que recibo de esta significación, no pienso en nada menos que en la humanidad en sí. ¿Qué implica, Señor, que nazcas en este lugar, casa de la carne, casa del pan? Y me refiero no específicamente a lo eucarístico, si bien es a lo que primero tiende mi entendimiento. ¿Por qué, Señor, habitás la humanidad?
Una voz grita en desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios
¡Qué atento sos, Padre bueno, con nosotros! Porque la Gracia de la Encarnación supone entonces que ontológicamente se comienza a cerrar la brecha existente entre el ser humano y Dios mismo, orientando todas las cosas en bien nuestro, para el gozo de la Vida Eterna.
Desde el momento de la Encarnación, el Espíritu del Hijo de Dios ha obrado para rellenar los valles de la humanidad, aplanar sus colinas y montañas, enderezar y nivelar su sinuosidad, para que todos los hombres vean la Salvación de Dios. Desde el momento de la Encarnación, todo aquello que viene después de este acontecimiento y todo aquello que aconteció antes pasa a tener un nuevo punto de vista que lo engloba todo en el amoroso plan de salvación del Padre.
Dice el P. Etcheverry Boneo:
Toda la cultura cristiana y toda la civilización cristiana no es sino una extensión de la Encarnación. Es un hecho histórico generador de una fuerza, y por otra parte, ejemplarizador, en virtud de lo cual todo después de la presencia de Jesucristo en el mundo, toda tarea cultural y de civilización se hace a partir de Jesucristo, según y a imitación de Él, y con la fuerza, con el ejemplo, con las ideas y con la incorporación, de alguna manera, a Jesucristo.
Todo lo acontecido posteriormente es iluminado, fecundado y elevado porque el Verbo de Dios se hizo carne.
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre…
La carne no toma, por así decirlo, un estado en el cual se hace “mejor”. Simplemente descubre un nuevo carácter ontológico para sí: logra hacer el salto de ser consustancial con la Creación a encontrar su lugar en la filiación divina. Comenzó el tiempo de ser hijos en el Hijo, que sabemos que alcanzará su culmen cuando sea levantado en alto sobre la tierra, y atraerá a todos hacia él.
La primera lectura del Libro de Baruc 5, 1-9, hace la experiencia de este salto de la Creación a la filiación; o bien de la humanidad creada a la humanidad encarnada, cuando se dirige en primer lugar a Jerusalén y luego a Israel. Dios en el profeta manifiesta el sentido del plan histórico-salvífico en el cual nos ha destinado a ser sus hijos, como Israel, dice en boca de Oseas:
Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo…Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer.
Al abordar entonces mi propia humanidad me venía a la mente la constante tentación que uno puede sentir de no querer que esta sea elevada por la Gracia de este sagrado misterio. ¡Cuán desagradecido puede ser uno de la misericordia de Dios por no ejercitar la conciencia de los absolutos de mi existencia salvada en la esperanza!
Y, entonces, recordaba una escena del Adviento de la historia, donde la Palabra de Dios nos cuenta de San José:
Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no han vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados».
A veces hacemos de nuestra propia experiencia la lucha de la piedad en el tiempo frente a los textos canónicos o apócrifos: optar por tener por verdades aquellos que son complementarios y no los que a Ciencia del Espíritu Santo, confiamos fueron inspirados en el canon bíblico. Hay una experiencia trascendente en el corazón de la conciencia del hombre que brota de tres acontecimientos fundamentales: el ser creados, el ser rescatados y el ser santificados. Uno, el primero, viene de la obra del mismo Padre y Creador; la segunda del Hijo y Salvador; la tercera por acción del Espíritu Santo.
Y a veces, esta experiencia tan propia del ser trascendental del hombre, es como si decantara en la nada y uno pareciera entrar en un camino sin sentido donde sólo se avanza, ¿o tal vez es que se está retrocediendo? ¿o acaso estoy frenado? Es el momento de descubrir que hemos resuelto abandonar nuestra condición de hijos en el Hijo en secreto. A imagen de este momento en la vida de José, sabemos de nuestro compromiso asumido con anterioridad, pero al momento de notar que el Espíritu allana, nivela, aplana, endereza, etc., resolvemos abandonar lo que tenemos por certezas en nuestro propio corazón, donde se halla el trasfondo de la experiencia trascendente.
Vendrá de Dios el rescate para volver a la fuente y poder darnos cuenta de que Dios siempre nos espera y que esta vida es en realidad el Advenimiento de nuestra propia Navidad en el Señor. No habrá Pascua sin Nacimiento a la vida donde la humanidad sea elevada por acción del Espíritu de Dios.
Betania será la casa del amigo; Jerusalén será el Paraíso esperado; pero en este momento, en este tiempo a la espera de tu Venida, todos los caminos y senderos del Señor, conducen a Belén, la casa del pan y casa de la carne: casa de Jesucristo, el Pan vivo bajado del Cielo; el Verbo de Dios hecho carne.