Este tiempo de Adviento y Navidad siempre me ha gustado mucho, se respira un aire distinto; el ambiente, las personas, todo de algún modo se pone en modo “de espera”. Dependiendo de quién sea, algunos esperan la Navidad para dar un momento de alegría e ilusión a los niños y niñas mediante algún obsequio (pues a quién no le gustan los regalos?) o sencillamente el encuentro con la familia y amigos aprovechando el “estar juntos”, compartiendo la mesa o algún otro espacio de fraternidad, Mientras tanto los que somos cristianos nos ponemos “en espera” no de algo sino de “alguien”, de un pequeño niño que viene a cambiarnos el rumbo de nuestra vida: se trata de Jesús. Para eso contamos con estas cuatro semanas de preparar el corazón (Adviento) hasta la llegada del Salvador.
Más allá de lo anterior que es conocido por todos, estos últimos años he podido ir más a lo profundo en la reflexión personal, para seguir entrando en este grande misterio, no solo quedándome en la imagen de nuestros pesebres que cada vez tienen más adornos y luces y nos alejan de lo que seguro fue esta escena del nacimiento de Jesús.
Una cosa que me hace mucho bien es pensar en la pobreza y pequeñez que Dios escogió para hacerse carne. Pues como se entiende que Jesús, siendo rey, viniera al mundo sin joyas y lujos?. Y siempre vuelvo a lo mismo: Dios quiso hacerse cercano a nuestra realidad. Y es que cuando hablamos de pobreza, no solo nos referimos a pobreza material, sencillamente al “no tener”; también podemos hablar de nuestras propias pobrezas interiores, todo aquello que nos hace humanos y frágiles y que en muchas ocasiones nos aleja del proyecto de Dios para nuestras vidas. Así mismo, cuando nos reconocemos pequeños no estamos hablando de estatura, sino de que nuestra vida a veces refleja nuestra pequeñez del corazón, ese lado menos querido de nosotros mismos que nos impide avanzar, que no nos permite caminar en sintonía a lo que Dios quiere para nosotros.
Y es que ese Jesús del pesebre nos viene a enseñar que allí comienza todo, nos dice que siendo pobre y pequeño no significa permanecer en ese estado siempre, pues Jesús de esa pobreza material de Belén, logró la riqueza del corazón, de entregarse sin reservas entre los hermanos, y de esa pequeñez, llegó a ser grande para venir a mostrarnos con su ejemplo cómo debemos amar. Así mismo, nos invita a mirar la vida con esperanza sabiendo que nuestras pobrezas y pequeñeces en realidad no nos determinan, que aunque nos acompañan, no son lo más importante que tenemos, también contamos con dones, virtudes y cosas buenas para entregar, y aunque a veces esas cosas que nos cuestan son como “piedras en el zapato”, siempre tenemos la posibilidad de volver a empezar. Una gran certeza que no debemos perder de vista jamás.
Por último, siempre me ha parecido un regalo saber que Jesús se hizo pequeño y pobre en el pesebre por opción para venir al mundo y caminar la vida real con nosotros, y después hizo lo mismo quedándose para siempre con nosotros en la Eucaristía. Ese es Jesús, siempre pobre, siempre pequeño… siempre por amor. Feliz Navidad!
Javier Navarrete Aspée
Hijos de la Divina Providencia (Don Orione)