Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia”. Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”. Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.
El pasaje se abre con una breve introducción en que aparece Jesús en escena dirigiéndose hacia los pueblos de las montañas de Galilea para predicar el Evangelio: “Se ha cumplido el tiempo –declara– y está cerca el reino de Dios: arrepiéntanse y crean en la Buena Noticia” (vv. 14-15).
Es la primera frase que pronuncia y que constituye la síntesis de todo su mensaje.
Habla del reino de Dios y los que lo escuchan, educados por los profetas, saben a qué realidad se refiere. Durante siglos Israel ha sufrido la experiencia de la Monarquía; la dinastía davídica ha dado soberanos capaces; sin embargo, el balance que la Biblia nos da de este periodo histórico es totalmente negativo. A excepción de pocos, nobles soberanos, todos los reyes se han alejado del Señor, no han escuchado a los profetas y han conducido el pueblo a la ruina. En el 587 a.C. el último rey fue deportado a Babilonia junto a su pueblo.
¿Fue éste el fin de todo? Muchos continuaron soñando con la restauración de la dinastía de David. Algunos pocos pusieron sus esperanzas en un futuro Mesías. Todos, sin embargo, llegaron a la conclusión de que solo el Señor podía cambiar la suerte de Israel, tomando en su mano personalmente la guía de su pueblo, proclamándose rey en sustitución de los precedentes soberanos indignos. Fue el comienzo de la espera del Reino de Dios. Solo teniendo presente esta espera, cultivada a lo largo de los siglos por los israelitas, podremos comprender la carga explosiva de las palabras de Jesús. El tiempo de la espera –afirma– ha terminado. Ha llegado el momento de la consolación y de la paz; ha llegado el reino de Dios; las promesas del Señor se han cumplido.
El contenido de su mensaje es Evangelio.
Con este término nosotros entendemos un libro, pero en tiempos de Jesús evangelio significaba solamente “buena noticia”. Eran llamados evangelios todos los anuncios gozosos: un éxito militar, la curación de una enfermedad, el fin de una guerra, el nacimiento de un emperador, su ascensión al trono o su visita a una ciudad.
Al comienzo de su libro, Marcos presenta a Jesús como el heraldo, el encargado de proclamar a los hombres una noticia tan extraordinaria, tan sorprendente como para suscitar en quien la escucha una alegría inmensa.
Existen dos condiciones para poder experimentarla: es necesario convertirse y creer.
Convertirse no significa hacer un propósito firme de evitar un pecado u otro, sino que es la decisión de cambiar radicalmente el modo de ver a Dios, al hombre, al mundo, a la historia.
Se ha puesto siempre demasiado énfasis en la conversión moral y se ha comprendido muy poco que el primer cambio a realizar se refiere a la imagen de Dios que nos hemos hecho y a la que no queremos renunciar, porque ha sido modelada según nuestros pensamientos, nuestros juicios, nuestros sentimientos. No es la percepción de la inminencia de un terrible castigo sino de una novedad que llena de alegría: hay esperanza para todos; también para el pecador más empedernido, también para quien se siente un desperdicio humano, porque Dios no lo considera un desperdicio sino un hijo.
Cristo revoluciona el mundo: coloca de nuevo como fundamento el Amor y la compasión, corrigiendo, sobre todo, la idea distorsionada de Dios que poseemos. Convertirse es también cambiar el modo de considerar al hombre y a la Creación. Es comenzar a ver todo en la perspectiva de Dios; del Dios amoroso, paciente, magnánimo, lleno de atención y de interés por sus criaturas.
Para asimilar esta mirada de Dios es necesario vivir en un perenne estado de conversión. No se llegará nunca a la perfección del Padre que está en los cielos, pero es necesario tender hacia ella continuamente; quien se cree ya convertido, se coloca fuera del reino de Dios.
Y, por supuesto, también es necesario creer, que no equivale a aceptar un paquete de verdades sino que significa seguir a Cristo con la certeza de llegar, tras innumerables contrastes y renuncias, a la plenitud de la Vida. Creer es fiarse de Él, de su Palabra y de su Promesa: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Creer es aceptar con confianza incondicional sus respuestas a nuestros interrogantes.
Y vos, que ya crees en Jesús, ¿estás dispuesto a creerle a él y aceptar su propuesta con todas sus consecuencias?. ¡Hasta la próxima!