Entonces comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.
Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No es este el hijo de José?”.
Pero él les respondió: “Sin duda ustedes me citarán el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún”.
Después agregó: “Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio”.
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
El deseo de estar con Jesús y de ser servidores de su misión; el deseo de compartir su pasión por el Reino, y de anunciar al mundo que en Él, Dios viene a salvar y a reconciliar, nos proyecta a vivir nuestro discipulado con un gran compromiso y esperanza, con la alegría que nos brinda el servir y amar y con el propósito que nuestra entrega sea cada vez más fiel y plena. Pero ciertamente, el hacernos servidores de su misión no nos promete ni el éxito frente al mundo, ni el reconocimiento de los demás.
Parece ser que si queremos seguir a Cristo, tenemos que estar dispuestos a acoger también los fracasos con humildad y valentía. Miremos a Jesús, como al anunciar su misión mesiánica en la sinagoga de su pueblo Nazaret, su gente lo rechazó, hasta el punto de quererlo eliminar. Al principio lo escucharon con admiración, y pudieron reconocer en Él algo que les hablaba de Dios… pero sus prejuicios no les permitieron aceptar que aquel que se había criado entre ellos, que el hijo de José, pudiera ser el enviado de Dios.
Ningún profeta es bien recibido en su tierra, dirá Jesús. A pesar de tener la posibilidad de mirarlo y escucharlo, a pesar de que sus corazones les daba pistas de que estaban frente a alguien muy especial, tenían embotadas sus mentes, y no pudieron abrirse a lo que Dios mismo les estaba haciendo sentir. Sus prejuicios pudieron más.
Pidamos al Señor la gracia de estar siempre abiertos a la novedad de Dios, y a tener presente que el Espíritu no podemos encerrarlo en esquemas, ideologías, etc… El amor y la buena noticia del Reino siempre se hace lugar en nuestra historia, siempre y no hay nada que lo pueda acallar. Que no nos pase lo que a la gente de Nazaret, que por ser fieles a miradas obtusas rechazaron al Señor, quizás porque lo vieron tan sencillo y tan humano.
Pidamos también la gracia de aceptar con disponibilidad y valentía las consecuencias duras de nuestra adhesión a Cristo y al Reino. Que ni las dificultades ni los rechazos, nos endurezcan el corazón, sino que busquemos vivirlos identificándonos con Cristo y sintiendo con Él su amor por la humanidad y su deseo fundamental: que cada persona pueda abrir su corazón a la buena noticia del Reino.
Que el Señor nos bendiga y fortalezca.