Cuando volvieron a donde estaban los otros discípulos, los encontraron en medio de una gran multitud, discutiendo con algunos escribas. En cuanto la multitud distinguió a Jesús, quedó asombrada y corrieron a saludarlo. El les preguntó: “¿Sobre qué estaban discutiendo?”. Uno de ellos le dijo: “Maestro, te he traído a mi hijo, que está poseído de un espíritu mudo. Cuando se apodera de él, lo tira al suelo y le hace echar espuma por la boca; entonces le crujen sus dientes y se queda rígido. Le pedí a tus discípulos que lo expulsaran pero no pudieron”. “Generación incrédula, respondió Jesús, ¿hasta cuando estaré con ustedes? ¿Hasta cuando tendré que soportarlos? Tráiganmelo”. Y ellos se lo trajeron. En cuanto vio a Jesús, el espíritu sacudió violentamente al niño, que cayó al suelo y se revolcaba, echando espuma por la boca. Jesús le preguntó al padre: “¿Cuánto tiempo hace que está así?”. “Desde la infancia, le respondió, y a menudo lo hace caer en el fuego o en el agua para matarlo. Si puedes hacer algo, ten piedad de nosotros y ayúdanos”. “¡Si puedes…!”, respondió Jesús. “Todo es posible para el que cree”. Inmediatamente el padre del niño exclamó: “Creo, ayúdame porque tengo poca fe”. Al ver que llegaba más gente, Jesús increpó al espíritu impuro, diciéndole: “Espíritu mudo y sordo, yo te lo ordeno, sal de él y no vuelvas más”. El demonio gritó, sacudió violentamente al niño y salió de él, dejándolo como muerto, tanto que muchos decían: “Está muerto”. Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó, y el niño se puso de pie. Cuando entró en la casa y quedaron solos, los discípulos le preguntaron: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?”. El les respondió: “Esta clase de demonios se expulsa sólo con la oración”.
P. Héctor Lordi sacerdote de la Orden de San Benito del Monasterio de los Toldos
Jesús cura a un muchacho epiléptico y mudo, al que todos consideran poseído por el demonio. Los propios discípulos de Jesús no habían podido curarlo. Jesús hace notar la necesidad de la fe para poder vencer el mal. Al padre, que tenía algo de fe le asegura que «todo es posible al que tiene fe». A los discípulos que luego le preguntan por qué ellos no han podido curar al poseído, Jesús les dice que esta especie de demonio sólo se puede expulsar con oración. Entonces tenemos que rezar para poder vencer ciertos demonios como el egoísmo, la sensualidad, el orgullo, la ira, la soberbia.
Jesús aparece de nuevo como más fuerte que el mal. Tiene la fuerza de Dios. Los discípulos presencian asombrados otra manifestación mesiánica de Jesús. Ha venido a librar al mundo de sus males, incluso de los males demoníacos, de la enfermedad y de la muerte. Nuestra lucha contra el mal, el que está dentro de nosotros y el de los demás, sólo puede ser eficaz si se basa en la fuerza de Dios. Sólo puede suceder desde la fe y la oración, en unión con Jesús. Solo Cristo es el que libera al mundo de todo mal. Y es lo que le pedimos en la oración. No se trata de hacer gestos mágicos. El que salva y el que libera es Dios. Y nosotros podremos liberar sólo si nos mantenemos unidos a él por la oración. Esta es la enseñanza que nos da hoy Jesús.
Lo que pasa es que muchas veces nuestra fe es débil, como la del padre del muchacho y la de los discípulos. A veces fracasamos cuando queremos sacar los males que hay en nosotros o en los demás. Seguramente nos pasa porque hemos confiado en nuestras propias fuerzas y nos hemos olvidado de apoyarnos en Dios. Cuando nos sentimos débiles en la fe y llenos de dudas, porque no conseguimos lo que queremos en nuestra familia, será la hora de gritar, como el padre del muchacho enfermo: Creo Señor, pero ayúdame porque tengo poca fe. En la lucha continua entre el bien y el mal, Cristo se nos muestra como vencedor y nos invita a que, apoyados en él, con la oración, y no en nuestras fuerzas, colaboremos a que esa victoria se extienda a todos los hombres de nuestro tiempo.
Solos no podemos nada, porque somos débiles, pero con Jesús lo podemos todo. Hagamos todo el bien que podamos, pero siempre en el nombre de Jesús. Qué así sea.