Historias de misión: las lágrimas de Fedora

martes, 22 de enero de
image_pdfimage_print

De pronto, fuiste bañado vos también con las lágrimas que empapaban los ojos de Fedora, la última noche de la misión. Esa mañana habíamos pasado por casa de su hermana y ella estaba ahí, pasando unos días, ofreciéndose mutuamente esa compañía, necesaria, cuando las distancias separan lo que la sangre une.

Después de unos mates habíamos bendecido la despensa familiar y, después, la casa del cuñado y después la de la nieta, todos buscando una cercanía de Dios y contagiando esa oportunidad, tal vez muy esperada, a cuanto pariente encontraran.

Pero fue recién a la noche, en la despedida de los misioneros, en el medio de la fiesta, con fondo de folklore y gusto a empanadas fritas -siempre caseras- cuando sorprendió esa mirada. Entre charla y charla de familia, campo, trabajo, agua y años… se abrió aquella página tan guardada. Una historia de cargas pesadas. Haciendo las veces de madre de un hermano alcohólico, la pérdida anticipada de un marido bueno, compañero y trabajador, que se llevó con él la mitad de la vida de su esposa y dejó un vacío duro en el hogar de siete hijos -una especialmente frágil y necesitada de atención permanente por su discapacidad. En el medio de la fiesta, la voz de Fedora se entrecortó, y como asoman las tormentas, asomó el agua, tímida y avergonzadamente, en una mirada cubierta de lágrimas.

También eso era fiesta para mí. Fiesta diferente, pero fiesta sin duda. Fiesta de un dolor que se drena en el encuentro amable entre desconocidos que se reconocen hermanos. Fiesta de un dolor compartido, carga aliviada de ambos lados, porque abrazar el sufrimiento del otro sana también las propias heridas. Y creo que ahí comienza la verdadera fiesta en la vida.

Para algunos serán días malgastados, pérdida de tiempo. Locura, para otros, acercarse al dolor, cuando tantos van buscando cómo evitarlo -o esconderlo. Pero para mí, para Fedora, y sé que para muchos otros salir al encuentro del que sufre, por su pobreza, por su historia, por su enfermedad o por lo que sea, es fiesta. Así lo fue para Jesús: fiesta de un compromiso que en días -o vidas- “malgastados”, va resucitando al mundo desde dentro.

Santi Obligio

seminarista Arquidiócesis de Buenos Aires