Jesús dijo a los judíos: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”. Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre. Entonces Jesús tomó la palabra diciendo: “Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados. Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere. Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida. Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán. Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella, y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre. No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio. Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
“Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere”. Cada vez más cercanos a la Semana Santa, el evangelio nos propone meternos de lleno en dos realidades fundamentales: la resurrección y la vida. Paradójicamente son dos realidades que Jesús mismo hace propias hasta identificarse plenamente con ellas: “Yo soy la Resurrección y la Vida” le confiesa a Marta en el episodio de Lázaro. Son dos realidades que no podemos separar y somos invitados también a reflexionar en esta Cuaresma.
La resurrección nos pone de lleno en la realidad de la vida futura ciertamente. “Haz memoria de la muerte (Memento mori): muerte, juicio, infierno y gloria”, rezaba una antigua fórmula que aún tiene vigencia. Sin embargo pensar en la resurrección no solo es pensar y meditar en la vida futura que acontecerá con seguridad después del trauma de la muerte, sino también poder pensar en la vida cotidiana como permanente Pascua, es decir, un permanente pasar de la muerte a la vida. De hecho es lo que nos proponemos vivir en esta Cuaresma que promedia. Convertirnos y cambiar de mentalidad para ajustar nuestros sentimientos a los del corazón de Jesús, renovar la mirada, descubrir a Dios en la vida cotidiana, dejarnos abrazar con misericordia, forman parte de este recorrido. Convertirse, en palabra de San Pablo es recubrirnos del Hombre Nuevo y dejar de lado el Hombre Viejo. Esto no sería posible sin la dinámica del Espíritu Santo y su gracia que provoca el paso a nueva vida vida.
“Muchas pascuas” en nuestra vida cotidiana no son sino preparación a la “gran pascua” de la vida eterna, sabiendo que aquello que sea en en el más allá en plenitud, lo empezamos a vivir y a construir en un más acá en principio y germen. La vida cotidiana es semilla de la vida eterna. Que es en definitiva la verdadera vida. De ahí la relación entre ambas: vida verdadera será aquella que sea resurrección: pasar de un modo de vivir caduco a un nuevo modo de vivir en plenitud.
No podemos como discípulos de Jesús estancarnos y no avanzar a un renovado modo de vivir. No sólo porque la vida es dinámica, sino fundamentalmente porque la conversión del corazón, la auténtica conversión pasa por morir a todo aquello que no es resurrección y que me separa del amor de Dios, corta conmigo mismo y me enemista con mis hermanos y poder resucitar a un nuevo modo de vivir cristiforme, es decir, a imagen y semejanza de Jesús.
¡Estamos a tiempo! Vivamos en serio la Cuaresma, para poder vivir en serio la Pascua. No solo en decir y participar más o menos de algunas liturgias, cuanto por la gracia de Jesús, dejarnos renovar en nuestro interior, resucitar a nueva vida y vivir así verdaderamente.