Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!”. Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: “¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.
En este tercer domingo de Adviento podemos examinarnos en nuestra imagen de Jesús, y en lo que esperamos de Él. Muchas veces, antes las circunstancias difíciles de cada uno o ante los conflictos y problemas del mundo, podemos pretender que Dios actúe de una manera tajante, poderosa a nuestro criterio, que Dios responda a la imagen de juez implacable. Cuántas veces hemos escuchado cuestionar la existencia de Dios o su actuar ante situaciones injustas que se ve o se sufren.
El Evangelio de hoy nos ayuda a entrar profundamente en el misterio de Jesús y nos invita a que contemplemos su bondad y su misericordia como clave para reconocerlo como el enviado de Dios y nuestro salvador.
Nos encontramos al Bautista en la cárcel, sufriendo una situación injusta y claramente viviendo un momento de oscuridad y frustración. Juan Bautista envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» ¿Eres tú el que viene a salvarnos o estábamos equivocados? Es que Juan predicaba al Mesías como un juez poderoso que venía a instaurar el Reino de Dios, premiando a los buenos y castigando a los malos. Pero Jesús, que ya había iniciado su misión recorriendo ciudades y pueblos, tenía un estilo muy distinto al que Juan esperaba y anunciaba. ¿Dónde está la manifestación del poder de Dios? ¿Dónde está la justicia que esperamos? Cuántas personas hoy pueden encontrarse en la situación y en el cuestionamiento de Juan, cuántas personas hoy padecen la oscuridad del corazón sin entender por qué Dios deja al ser humano ser como es. La respuesta de Jesús es sencilla, y no va con elucubraciones ni rodeos: “ vayan y digan a Juan lo que ven y oyen: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡Y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!».
Jesús se manifiesta como aquel que con su vida está cumpliendo lo anunciado por los antiguos profetas y se define a sí mismo como quien trasmite con sus palabras y obras la misericordia del Padre, que sale al encuentro de todos, porque todos somos sus hijos, que viene a consolar y a salvar, que no viene a condenar. Y de esta manera el Señor anuncia el juicio de Dios, un juicio que se mueve por el deseo de buscar al perdido, de romper barreras que dividen y marginan, de sanar los dolores de los corazones y de recuperar a la humanidad. Y uno puede preguntarse ¿y esto por qué? Porque Dios es Padre, porque somos sus hijos, y porque Dios es amor, y eso es lo que Jesús está diciéndonos con su vida.
Dios no ha enviado a Jesucristo su Hijo para castigar ni condenar, sino para hablar al corazón de las personas, para invitarnos a vivir la fraternidad del Reino, para llamarnos a la conversión y para que viendo los signos de su bondad podamos encontrar y elegir el camino de la salvación, el camino de regreso a lo mejor que tiene el corazón humano que es la capacidad de amar, de perdonar, de servir con gratuidad. Que abramos el corazón al modo de actuar de Dios en el mundo, que nos admiremos y lo agradezcamos, porque su paciencia y amor son infinitos y que pongamos nuestra vida en sintonía con este actuar de Jesús, llenándonos de esperanza y alegría. Que Dios nos bendiga y fortalezca.