Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: “Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo”. De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
La lectura que proclamamos hoy en la liturgia es la del prólogo de Juan, el primer capítulo, un hermoso, en el cual se hablaba de la Palabra y de la Sabiduría de parte de Dios, y se hace un elogio de la Sabiduría: cómo ha creado el universo, cómo estuvo desde el primer momento en la creación del mundo. Es un hermoso fragmento también del Evangelio que se enraíza profundamente en todo lo que es la tradición del Antiguo Testamento: como Palabra, como sabiduría, como obra de Dios.
Sin embargo lo determinante lo encontramos en el versículo 14, donde dice que la “Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” Uno puede pensar que esto está puesto así al azar y que no hay ninguna intención. En realidad sí la hay. No dice que Jesús, que es la Palabra, se hace persona humana, o que se hace ser humano, o que sólo comparte nuestra naturaleza, o que sólo se hace uno de nosotros: usa especialmente el término “carne”.
Cuando uno lee el evangelio de Juan y se encuentra con esta expresión, este concepto, que es profundamente teológico, la “carne” en realidad, es aquello que se refiere a todo lo que tiene que ver con el hombre que está separado de Dios. Es decir, todo aquello que hay como consecuencia del pecado en la vida del hombre. La “carne” es el ser humano alejado de Dios; separado de ese proyecto original que Dios soñó para todos y cada uno de los hombres. Enemistado con ese proyecto de amor que Dios tiene para todos y cada uno de nosotros, como comunidad, como Pueblo y como guardianes de la Casa Común.
Entonces el hecho de que Jesús sea “carne” es mucho más que sea un mero ser humano. La encarnación de Jesús va hasta las últimas consecuencias. Jesús va a encarnarse y va a ir al lugar más periférico, por decirlo de alguna manera. Va a ser una opción preferencial no solamente por todos los hombres sino por esa parte del hombre, por esa parte de la humanidad y por esa parte del corazón de cada uno de nosotros, que de alguna manera está alejada de Dios, que de alguna manera se enemista con Dios, que de alguna manera no responde -por diversos motivos- a ese llamado que Dios nos hace en nuestra vocación primera a amarnos unos a los otros.
Jesús se hace “carne”. Jesús toma lo peor del mundo, lo peor de mí, y lo carga sobre su propia naturaleza, lo carga sobre sus propios hombros, lo mete bien adentro de su propio corazón. Esto tiene implicancias increíbles. Porque tenemos que dejar de pensar entonces en un Jesús que solamente pasaba haciendo el bien sin involucrarse absolutamente en nada. Esto es falso. Y tampoco responde a nuestra tradición de nuestra fe católica: Jesucristo es uno de nosotros en toda su totalidad y -aún no habiendo cometido pecado- carga con nuestros pecados. Carga con todo aquello que no tiene que ver con Dios. Carga con todo aquello que nos aleja de nosotros mismos, de Dios y de los demás y el templo de la Creación.
Por eso Jesús es reconciliación. Jesús es el rostro de la Misericordia del Padre. Jesús es el que va a ir hasta las últimas consecuencias asumiendo la sombra de mi vida y de mi corazón, lo más podrido de mi historia y de mi vida, mi “carne”, mi condición de pecador, separado de todos y todo.
Por eso me parece un lindo ejercicio en este tiempo de navidad poder decirle: “Señor, te ofrezco todo lo que soy, especialmente mi carne, mi no responder con generosidad a ese llamado que vos me hacés a la vida, al amor, a ser hermano de mis hermanos…”
Y rezar profundamente con esta verdad de fe que es la Encarnación de la Palabra Eterna del Padre. Llevarla hasta las últimas consecuencias. Porque allí vamos a descubrir la riqueza más honda del ser de Jesús y por lo tanto, de mi propio ser. Y entonces así, actuar en consecuencia. Dejarnos reconciliar por la carne del Hijo de Dios hecho obrero, que planta su carpa en medio de nosotros que somos su Pueblo y salir a reconciliarnos con nuestros hermanos y hermanas.