Aquél día no me harán más preguntas. Les aseguro que todo lo que pidan al Padre, él se lo concederá en mi Nombre. Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre. Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta. Les he dicho todo esto por medio de parábolas. Llega la hora en que ya no les hablaré por medio de parábolas, sino que les hablaré claramente del Padre. Aquel día ustedes pedirán en mi Nombre; y no será necesario que yo ruegue al Padre por ustedes, ya que él mismo los ama, porque ustedes me aman y han creído que yo vengo de Dios. Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre”.
¿Por qué pedir en nombre de Jesús? Puede resultar llamativa esta afirmación de la primera comunidad cristiana, la de Juan, centrada en torno a la fe del discípulo amado. Sin embargo entraña la esencia misma de toda fe si quiere ser cristiana. Porque para los cristianos lo central de la vida y de la fe es el misterio pascual de Jesús.
Pedir en nombre de Jesús no es ni más ni menos que reconocer que tenemos un único y solo Mediador frente al Padre en quien reside toda la plenitud del Espíritu Santo: Jesús. Aquel que ya no habla por medio de parábolas sino abiertamente y puede ser entendido por todos. Aquel que murió y resucitó para librarnos del poder de la oscuridad, la muerte, la tiniebla y el pecado. Aquel que va a estar todos los días con nosotros hasta el fin del mundo. Aquel que le da sentido pleno a nuestra vida y también a nuestra fe.
Todo lo que podemos decir de Dios lo decimos por lo que Jesús nos ha revelado de Él. Jesús es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. En Él se abrazan estas dos dimensiones y quedan unidas para siempre, de manera que si en Jesús Dios quiso llegar al hombre, también en Jesús el hombre pueda llegar a Dios.
Pedir en nombre de Jesús no es solo repetir matemáticamente “por Jesucristo nuestro señor…” sino afirmar que por la divinidad humana y la humanidad divina de Jesús podemos llegar al Padre, no por nuestros méritos sino por la fuerza del Espíritu Santo.
Es Jesús el único que nos asegura y por tanto nos garantiza que por Él, llegamos a Dios; por el Dios visible alcanzamos al Dios invisible.
Esto es también el meollo de la pascua, de la pascua de Jesús y de nuestra propia pascua: morir a la muerte y resucitar la vida nueva, pasar a tener vida en serio, cambiar, convertirnos, dejarnos transformar por la Gloria de Dios. Abandonar decididamente todo lo que hay de Hombre Viejo y de viejo en nuestro corazón para abrazar la vida de la gracia.
Porque no estamos solos. No estamos lanzados absurdamente a la existencia. No somos una pasión inútil. No somos lobos para otros hombres. No nos creemos super hombres. Somos esta arcilla amasada con amor y libertad, con aliento de vida que rescata la humanidad de un Dios empedernido de amor, que no descansa hasta ser el Dios de nuestro corazón.