Yo voy a prepararles un lugar

viernes, 16 de mayo de

Juan (14,1-6)

«No se inquieten… En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones… Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. Ya conocen el camino del lugar adonde voy».
Las habitaciones que promete prepararnos Jesús no son lugares físicos. Esto no lo comprenden todavía los discípulos, por eso Tomás pregunta: «Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?».
Es que ese «donde» está fuera de nuestras categorías limitadas. Incluso en Santa Teresa de Ávila, que lo descubre en el alma, en el castillo interior, encontramos que las moradas son distintos grados de unión con lo divino. Son relación del alma con Dios. Son «permanecer en su amor», llegar a lo esencial donde alcanzaremos la plenitud del amor. «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes, y su alegría sea plena» (Jn 15,11).

El lugar que ha ido a prepararnos es un «estarnos juntos» —en el sentido de «ser juntos»—; Él con nosotros y nosotros con Él, a su modo, amando a quienes nos va poniendo en el camino.

Es una red de misericordia que arranca en Dios, «el amor de los amores», y en la que cada uno pone lo que puede dar, mientras trata de aprender a ser cada vez más parecido a Cristo. Una red irregular y orgánica, enredada a veces. Desenredarla sin desatarla está solo en sus manos: es el sentido final de aquello a lo que nos va llevando. Nuestras vidas, puestas siempre en sus manos. El cumplimiento del sueño de Dios, que nos mandó a Jesús para abrir la huella.

«Ya conocen el camino del lugar adonde voy». La afirmación de Jesús es rotunda.
¿Debería haberlo comprendido Tomás o esta afirmación es un gesto didáctico, para que reconozca su pequeñez y pregunte con humildad? «Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?».

Aún no han recibido el Espíritu, que Jesús promete enviarles como luz del Padre, por eso no entienden Sus designios: «tampoco conoces la obra de Dios, que todo lo hace» (Ecl 11, 5). El diálogo ocurre de noche, durante la última cena, ese momento en que se cruzan la luz infinita de la eternidad —que se nos queda oculta en el pan y el vino eucarísticos— y el momento más oscuro de finita comprensión humana —los apóstoles no han entendido casi nada: el lavado de pies, el anuncio de la traición y de su muerte—.
En medio de esta confusión, Él les dice: «Tranquilos, muchachos, que me voy a la Casa del Padre a arreglarles sus cuartos y vuelvo a buscarlos. Ya saben por dónde ir».

«Bueno, no —responde Tomás—, la verdad es que no…». Dos mil años después, la palabra y la tradición nos han dejado claro que el «lugar preparado» no es un espacio físico, pero sí una realidad trascendente y eterna a la que somos llamados en cuerpo y alma, según la promesa de Cristo y la fe de la Iglesia, y nos ponemos quisquillosos cuando leemos sus palabras: «¡Pero que brutos estos hombres, qué dicen!».
Seamos humildes, como lo fue Tomás. Él, con la pregunta, reconoce su pequeñez y nos deja una respuesta firme, que —paradójicamente— mueve montañas: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí».

«No se inquieten», había dicho en un comienzo.
Que nada nos desconcierte, ni siquiera cuando no entendamos: «entonces yo vi que el ser humano no puede comprender toda la obra de Dios… Por más que se esfuerce en buscar, no encuentra; y aunque el sabio diga que conoce, en realidad, nada alcanza a entender» (Ecl 8, 17).

En esos momentos de desasosiego, en que no vemos luz ni dentro ni fuera, recordemos que todo está en confiar con humildad, mientras Él nos prepara un lugar:

«Nada te turbe, nada te espante;
todo se pasa, Dios no se muda;
la paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene nada le falta.
Solo Dios basta».

Santa Teresa de Jesús