«Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón» (Mt 6, 21). ¿Habla aquí Jesús de propiedades o habla de Amor? (Mateo 6, 19-23)
Las propiedades, sin amor, pueden volverse peligrosas para nuestras sanas relaciones. Así lo señalaba Francisco en una homilía: «Las riquezas tienden a crecer, a moverse, a ocupar un puesto en la vida y en el corazón del hombre. […] Hay una cosa clara: cuando el Señor bendice a una persona con riquezas, lo hace administrador de esas riquezas para el bien común y el bien de todos, no solo para su propio bien. Y no es fácil ser un administrador honrado, porque siempre está la tentación de la codicia, de ser importante. El mundo nos enseña eso y nos lleva por ese camino. En cambio, debemos pensar en los demás, pensar que lo que tengo está al servicio de los demás y nada de lo que tengo me la podré llevar conmigo. […] Es difícil, ¡es como jugar con fuego! Muchos tranquilizan su conciencia con limosnas, dando lo que les sobra. Eso no es el buen administrador: el buen administrador toma para sí lo que sobra y da a los demás, en servicio, todo» (19 de junio de 2015).
En nuestra vida, la relación con Dios recorre varios aspectos: rezamos para buscarlo a Él; nos acercamos en donación a nuestro prójimo —incluso con una sonrisa o un saludo que le demuestren que no es invisible, como seguramente lo ha hecho sentirse el vértigo diario—; nos ocupamos, también de nosotros mismos: cuidamos nuestra salud, evitando excesos.
Si dejamos en abstracto la mención de estas prácticas, suenan a preceptos heterónomos. Y así podrían cumplirse: como exigencias externas. Pero la pauta que nos marcó Cristo, y que llena de sentido estas conductas, es al Amor. Y la experiencia del Amor es algo gratuito, que se da en la vivencia personal: un encuentro particular con Jesús, que nos habla en el corazón, el soplo íntimo del Espíritu que nos arrebata, a veces sin aparente consentimiento.
Digo «aparente», porque es necesaria la apertura a Dios para que Él actúe. Nunca nos fuerza, nos quiere libres. Hasta a la virgen María le pidió su consentimiento para engendrar a Jesús. La gracia está gratuita y disponible, a la espera de nuestro «sí», con el que abrimos el alma sin saber bien a qué, porque solo Dios sabe qué vamos a ser en Sus manos.
Y en ese moldearnos, vamos descubriendo cómo gran parte de nosotros está constituida por hábitos huecos, costumbres aprendidas que nos vuelven cerrados, egoístas, no por mala voluntad, sino porque es lo que hacen todos.
Allí hay ya un quiebre. Tal vez no seamos todavía conscientes de cómo nos ama y abraza Jesús, pero sí comenzamos a serlo de que vamos a caminar por otro lado, a contracorriente. Y empezamos a dejar de ser el centro del mundo y a sanar del individualismo.
Nos falta luz, no vemos, se ha distorsionado nuestro entorno, el piso se disuelve porque lo que antes era firme y seguro ahora no nos sirve. ¡Qué oscuridad de la fe! No sabemos cómo sigue esto, pero ya dimos el salto. Estamos como Nicodemo mientras hablaba con Jesús: «¿Nacer de nuevo? ¿Cómo sería posible?».
El encuentro inició. No lo vemos, porque no nos acostumbramos al cambio de luz. Pero inició.
Vamos por el caminito, dejándonos llevar. El Espíritu sopla en el alma. ¡Qué mayor intimidad que la del alma!
Habrá pruebas, caminos secos, huracanes y marejadas. La dulzura del primer encuentro se va a diluir y parecerá una fantasía, un espejismo. «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!» (Mt 6, 23).
Sin embargo, de ese cara a cara inicial, en que nos colmó el amor de Cristo con su abrazo, nos queda una comprensión honda de que Él está en todos lados, aunque a veces no podamos percibirlo. Por eso, cuando nos sintamos separados, nos queda la paciencia, la perseverancia en la oración interior y en la entrega.
Pedir fe. Porque la fe es un don, pero hay que pedirla si vamos de noche: al pedirla nos entregamos para que Él obre.