Dentro del montón de experiencias que al ser humano le toca vivir, siempre hay algunas que le
llevan el corazón. Mi vida no es la excepción. Y puedo decir a mis pocos años de adultez que todo lo
que he podido vivir en primera persona ha sido siempre de mucha ganancia y crecimiento, incluso
cuando se trata de situaciones de especial tristeza y desolación.
Me cuesta, como a todos en algún momento, no llevar el control de las cosas. Es difícil tener que
aceptar un plan distinto al que ya tenía previamente estipulado.
Y he ahí un punto que en el cual he tenido harto material para detenerme y reflexionar.
Para mí que tengo fe, en algunos momentos especialmente dolorosos, Dios me muestra con mucha
luz que el camino no era por ahí y que tengo que volver a empezar.
A ratos, incluso entre risas me da por pensar que a Dios no le gustan los planes tan armados,
que tenga todo bajo control. Y es que el sueño que tiene para cada uno es tan perfecto, que
nosotros con nuestras estructuras no permitimos que Él haga verdaderamente su voluntad en
nuestra vida.
Lo importante de estos momentos es que después del momento inicial de dolor, de negación,
de frustración, al igual que en la tempestad la calma llega al corazón y al espíritu y nos devuelve
la alegría y la esperanza.
Lo mejor que podemos hacer en estas circunstancias es ser dóciles y afinar el oído. Ir a la Iglesia,
tener un trabajo, hacer lo que me gusta, compartir un almuerzo en familia, rezarle a Jesús. Todas
y cada una de esas cosas devuelven el sentido al dolor. Es redescubrir la presencia real y concreta
de un Dios que siempre estuvo y nunca se fue, un Dios que se nos cruza a cada momento del día,
y que aunque muchas veces conscientemente no lo queramos ver, siempre vuelve a darnos la
posibilidad y el espacio de descubrirle, de mirarlo y dejarnos mirar con su mirada de amor que todo
lo puede, todo lo espera, todo lo soporta, incluso nuestra indiferencia y pecado.
Javier Navarrete Aspée