Francisco de Asís fue un creyente que gozó gran parte de su vida de la seguridad resplandeciente de la fe; sin embargo, unos años antes de morir cayó en una sombría depresión que sus amigos llamaron “gravísima tentación espiritual”, que duró unos dos años aproximadamente. “Sólo sabemos que fue una continua agonía, en la que el Pobrecillo, como si estuviera abandonado por Dios, caminaba entre tinieblas, tan atormentado de dudas y vacilaciones que casi estaba por desesperarse. Fue tal la inquietud de conciencia que Francisco necesitó de una particular intervención divina para salir de la misma”
En los primeros años de su conversión, “el Señor le había revelado que debía vivir según la forma del santo Evangelio”. Con la fidelidad de un caballero andante y la simplicidad de un niño, Francisco siguió literalmente el texto y el contexto del Evangelio, arrojando el bastón, la bolsa, las sandalias. No quiso para sí ni para los suyos conventos, ni casas, ni propiedades. Quiso que fueran peregrinos y extranjeros en este mundo, itinerantes sobre la tierra entera, trabajando con sus manos, depositando su confianza en las manos de Dios, sin llevar documentos pontificios, expuestos a las persecuciones.
Los quiso pobres, libres y alegres. No sabios, sino testigos. No importaba los estudios, no se necesitaba bibliotecas, los títulos universitarios estaban de sobra; sólo el Evangelio, viviéndolo simplemente, plenamente, sin definiciones complicadas, sin interpretaciones ni aclaraciones.
Este estilo de vida atrajo millares de hermanos al nuevo movimiento. Pero de pronto en el movimiento franciscano nació, creció y dominó una gran corriente de hermanos que se avergonzaban de ser pobres, pequeñitos, “menores”, y querían imprimir rumbos distintos a la incipiente Fraternidad, alentados también por el representante del Santo Padre.
Francisco de Asís, un hombre que no había nacido para gobernar ni menos para luchar, se vio envuelto en medio de una tormenta, a la defensa del ideal evangélico.
Pero el fondo del drama era éste: mientras Francisco tenía absoluta seguridad de que el Señor le había revelado directa y expresamente la “forma de vida evangélica” en pobreza y humildad, el representante del Papa y los sabios afirmaban que era la voluntad de Dios, expresada en las necesidades de la Iglesia y en los “signos” de los tiempos, el organizar la Fraternidad bajo el signo del orden, la disciplina y de la eficacia.
Y he aquí el conflicto profundo: ¿A quién obedecer? ¿Dónde está realmente la voluntad de Dios?
Y en este terrible momento en que necesitaba oír la voz de Dios… Dios callaba; y el Pobrecillo se debatía en una larga agonía de dudas y preguntas en medio de una completa oscuridad: ¿Qué quiere Dios? ¿Lo que quiere el representante del Papa y los sabios es la real voluntad de Dios? ¿Dónde está Dios? No estaría él, Francisco, ¿defendiendo “su” obra en vez de defender la obra de Dios? Él era un ignorante, los demás eran sabios. Parecía lógico pensar que, si alguien estaba equivocado, era precisamente él, Francisco. Y así lo atormentaban más dudas, ¿todo habrá sido una alucinación? ¿nunca ha estado Dios con él? ¿no será Dios mismo una alucinación inexistente?
Y el pobre Francisco golpeaba las puertas del cielo y el cielo no respondía. Clamaba llorando a Dios y Dios callaba. Perdió la calma. Aquel hombre, antaño tan radiante, se puso malhumorado. Tan alegre siempre, sucumbió a la peor de las tentaciones: la tristeza.
En todo ese desaliento, llegó la llamada “noche transfigurada” de Francisco: en la cabaña de San Damián una punzante y tortuosa duda sobre su salvación lo llevó literalmente a la desesperación. Por fin, esa noche, el cielo habló.
¿Cómo desapareció la “gravísima tentación”? Con un acto absoluto de abandono. Se hallaba oprimido y con lágrimas en los ojos pero oyó una voz que le dijo:
– Francisco, si tuvieras tanta fe como un grano de mostaza, dirías a esa montaña que se alejara hasta el mar, y te obedecería.
– Señor, ¿qué montaña es ésa?
– La montaña de tu tentación
– Señor, – respondió Francisco – hágase en mí según tu palabra.
Aquel día desapareció definitivamente la tentación. La paz regresó a su alma, la sonrisa a su rostro; y de nuevo y para siempre la alegría envolvió su vida.