En el corazón de la humanidad siempre ha anidado una profunda añoranza de la tierra de la gratuidad. Una tierra donde cada hombre, cada mujer y cada pobre tengan pan, agua, leche y miel sin que el acceso a estos bienes fundamentales de la vida esté mediado por la posesión de dinero.
Porque sabemos que existe una relación de fraternidad más profunda que la ley del intercambio de la moneda y las finanzas, y más verdadera que las desigualdades económicas y sociales. Sentimos que ese vínculo fraternal nos llama, espera que lo descubramos y lo reconozcamos.
Pero aún no hemos encontrado la tierra de la gratuidad. Nos hemos detenido demasiado pronto. Nos hemos conformado con sociedades en las que el acceso a las cosas está regulado por el registro monetario, por mercados que excluyen a los que no tienen nada que ofrecer o poseen otros bienes que el mercado no sabe ver ni apreciar. Sin embargo, mientras la moneda se está convirtiendo cada vez más en el metro con que se mide todo y a todos, los profetas siguen manteniendo viva la promesa de una tierra distinta. Una tierra siempre lejana pero viva, mientras quede alguien dispuesto a no dejar de desear lo imposible, a no sofocar el sueño de una sociedad de lo gratuito.
Con sus palabras más grandes, los profetas siguen empapando la tierra, fecundándola, transformándola y redimiéndola cada día: «¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar, vino y leche!» (Isaías 55,1).
La profecía necesita muchos adjetivos para poder expresarla al menos un poco: es verdadera, fuerte, indignada, consoladora y bella.
Para entender verdaderamente algo del valor y el precio de la gratuidad y de su típica belleza, quizá necesitemos ver el mundo desde la perspectiva de los últimos, de los oprimidos y humillados, gustar el lado crudo de la vida, subir al monte Moria y al Gólgota. Sólo aquellos que tienen verdadera sed y hambre pueden entender el valor de un vaso de agua y de un trozo de pan recibidos gratuitamente. Sólo aquellos que tienen hambre y sed comprenden el valor de la fiesta y de lo superfluo: del “vino y de la leche”. Los profetas, maestros de verdadera humanidad, saben bien que muchas personas mueren por falta de pan y de agua. Pero también saben que muchas otras mueren por la carestía de alegría y de fiesta, porque “no tienen vino”. Tienen ojos para ver también el hambre y la sed de belleza, de gratuidad, de fiesta. etc. Porque, a diferencia de otros seres vivos, cuando a los hombres y mujeres nos falta ese “algo más” tampoco nos basta lo necesario. Cuando en nuestra mesa faltan el “vino” de la amistad o la “leche” del afecto, nos dejamos morir.
Con pan y agua sólo podemos sobrevivir, pero no podemos vivir largo tiempo. Si la gratuidad se limitara a dar lo necesario, le faltaría un rasgo esencial. La gratuidad sin excedencia no es bastante gratuita. Lo necesario es demasiado poco.
Fuente: ciudadnueva.com.ar -Luigino Bruni (Extractos)