Encendiendo fósforos

jueves, 5 de enero de
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Cuanto más se ora, Dios es “más” Dios en mí. No es que Dios cambie: no puede ser “más Dios o menos Dios”: Él es siempre igual a sí mismo; es inmutable y está inalterablemente presente en mí. Pero en la medida en que mi relación con Él es más densa, también Su Presencia se hace más densa en mí, para mí.

 

Una comparación: la sala está completamente oscura: no se ve nada. Encendemos un fósforo: algo se ve; una mesa, unos libros, unas sillas. Encendemos cinco fósforos: se ve mucho más: otras mesas, muchas sillas, cuadros en la pared. Encendemos cincuenta fósforos: es una sala hermosa , pero todavía se distinguen zonas de penumbra allá en el fondo. Encendemos mil quinientos fósforos: la sala es un espectáculo inolvidable de belleza, colores y figuras…

 

¿Cambió la sala? La sala quedó idéntica, igual que antes. Y sin embargo, para mí todo cambió. ¿Qué sucedió? La luz hizo “presente” la sala para mí. La luz hizo que el “rostro” de la sala se hiciera visible para mí. Cuantos más fósforos fui encendiendo, la sala fue haciéndose progresivamente más presente para mí.

 

Con Dios sucede igual. Cuando no se ora nada, Dios es como una habitación oscura, una palabra vacía, “un don nadie”. Cuando se comienza a orar, Dios comienza a hacerse “presente” en mí. En la medida en que se ora más, Él es cada vez más “alguien” para mí, “resplandece la luz de Su rostro” en mí, es decir, a Dios se le siente cada vez más próximo, viviente y presente.

 

No sólo eso. Además se comienza a contemplar todo a la luz de Su Rostro. Los acontecimientos que suceden en torno a mí, las cosas, las personas o circunstancias que observo con mis sentidos, tienen un nuevo significado, aparecen revestido de la luz de Su Presencia, encuadrados en el marco de Su voluntad. No es que los hechos y las cosas estén mágicamente revestidos de luz divina sino que, cuando los ojos del hombre están poblados de Dios, todo lo que contemplan esos ojos aparece revestido de Dios.

 

En la medida en que avanza este proceso, nacen nuevos deseos de estar con Dios; y en la medida en que más frecuente y profundamente estamos con Dios, entonces se superan las dificultades en Él, por Él, y con Él. Se sobrellevan con paz las pruebas, se vencen las repugnancias, los fracasos no destruyen; donde había violencia se pone suavidad, se asumen con alegría los sacrificios y nace por doquier el amor. Nació el encanto de la vida.

 

 

Fuente: Transfiguración – Ignacio Larrañaga

 

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