El corazón es el lugar de la verdad y de la decisión donde elegimos el sentido que queremos darle a nuestra vida. Es el lugar en el que nos “adentramos” para buscar y encontrar a Dios en la oración contemplativa.
Cuando elegimos vivir la alianza de amor sellada por la muerte y resurrección de Jesucristo, el mismo Espíritu de Dios ora en nuestros corazones y despierta nuestra conciencia filial con gemidos inefables. El corazón es el lugar del encuentro del hombre con su propio misterio y con el de Dios. Allí se pronuncia la voz de su alianza: Soy Yo, estoy aquí y te amo, invitando a su criatura a responder al unísono: Soy yo, estoy aquí y Te amo.
Pero hemos dejado de orar, y ya no sabemos hacia donde encaminar nuestras vidas. Somos forasteros de nuestro propio corazón; hemos perdido la brújula y la meta. Somos peregrinos sin rumbo. La vorágine de la vida nos lleva de aquí para allá y nos hace incapaces de conocer nuestra verdadera identidad y nuestra misión en el mundo. Somos habitantes de “ningún lado”, desconocemos nuestro lugar y no sabemos dónde estar. ¿Por qué no oramos? ¿Será porque no conocemos a Dios, o porque estamos cansados de los falsos rostros de Dios que nos han presentado a lo largo de nuestra historia? ¿Será porque estamos cansados de que nos hablen de Dios con palabras vacías, que ya no tiene nada que ver con nuestra vida? ¿Será porque somos personas muy ocupadas y ya no tenemos tiempo para dedicar al silencio y la interioridad? ¿Será que nunca nos llega el tiempo para hacerlo y estamos siempre planificando en hacerlo después?
Muchas veces somos cristianos practicantes y comprometidos en tareas pastorales y, sin embargo, tampoco oramos. Nos definimos como hombres y mujeres de acción contraponiendo estas cualidades a la quietud de la oración. La voz de Dios resuena en nuestros corazones, pero nos hemos vuelto incapaces de escucharla. Aturdidos y seducidos por el afuera, nos alejamos de nosotros mismos y de nuestro Creador y quedamos atrapados en nuestros propios vacíos que intentamos llenar con las ofertas del mundo.
Lejos del reparo de nuestro corazón, vivimos con miedo y a merced de las vicisitudes de una vida sin sentido; evitamos sufrir porque no encontramos el porqué del dolor, no sabemos atravesar las contrariedades en paz; buscamos seguridades donde no las encontramos y queremos afirmarnos en donde ya no hacemos pie, muchas veces a costa de nosotros mismos y de nuestros hermanos.
Estamos cansados de esta cultura de muerte que nos sofoca. Queremos encontrar el camino hacia nuestro propio corazón y caminar hacia el encuentro del Dios vivo: recuperar nuestro ser y estar para amar. Si Dios está “adentro”, ¿por qué permanecer en la intemperie del “afuera”?, ¿por qué no entrar en nuestro propio corazón y encontrar allí en sentido de nuestra vida, la respuesta de los anhelos más profundos? Necesitamos volver a la oración. Ser peregrinos de nuestro propio corazón, perder el miedo a nuestras profundidades y animarnos a ir a lo hondo, para encontrarnos con el Dios viviente. Estar decididos a encontrar el manantial de agua viva que sacie nuestra sed de amar. Ésta fue la experiencia del propio San Agustín cuyo corazón inquieto no descansó hasta que encontró a Dios y pudo exclamar: ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando y, como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo .
Es en nuestro corazón donde descubrimos nuestra identidad más profunda y podemos decir: “Yo soy”. El corazón es el lugar desde donde queremos vivir la vida, nuestro presente, y tener la profunda experiencia del “Yo estoy aquí”. Nuestro corazón, unido al corazón de Jesús, recupera nuestra misión en el mundo y nos lleva a gritar con alegría: “Yo amo”.
Fuente: caminoalcorazon.com