Hace ahora cuatro años, el día de mi santo, me regalaron una yuca. Una yuca estupenda, de tres troncos, casi un pequeño bosque. No sé aún cómo se les ocurrió a aquellos amigos hacerme ese regalo, porque cualquiera que me conozca sabe que soy un perfecto manazas para todo lo práctico y me siento absolutamente incapaz de cuidar un jardín, e incluso una planta. Pero la yuca era tan bonita que pronto se convirtió en lo mejor de mi terraza. Descubrí, además, que era una planta muy para mí: bastaba con regarla una vez cada semana o cada diez días e incluso podía resistir varios meses ella sola en invierno sin preocuparse demasiado de ella.
Y así es como la yuca logró vivir tres años sin mayores altibajos. Apenas se la veía crecer. Tenía más tronco que ramas y parecía des- tinada o condenada a vivir invariable durante meses y años.
La crisis le llegó el verano pasado. Los meses anteriores a mis vacaciones tuve más trabajo del que hubiera deseado y creo que, durante ellos, no pisé ni una sola vez la terraza, o si lo hice fue con tantas preocupaciones que ni miré una vez a la planta. Fueron, además, precisamente los días de más calor del año y el sol debió zurrar a gusto mi terraza.
Un día, al descorrer las cortinas del salón, la vi agonizante- sus ramas se habían curvado hasta tocar el suelo; sus troncos se habían vuelto blandos, fofos; muchas de sus hojas amarilleaban ya.
En ese momento me di cuenta, por primera vez, de que mi yuca era un ser vivo: ahora que la veía muriéndose. Y su agonía empezó a dolerme en algún lugar del pecho. Moría por mi culpa de padre descastado. Y, con ella, algo se quebraba en mí.
Recuerdo que la regué y aboné sin demasiada convicción, seguro de que llegaba tarde. Una amiga experta me explicó que se le había quedado pequeño el tiesto que hasta entonces la albergaba; que, con el paso de¡ tiempo, la planta había ido comiéndose la tierra y ahora ya lo único que quedaba bajo ella era una gran maraña de raíces. Tendría que comprarle un tiesto nuevo y más grande, ponerle tierra nueva y fresca. Y debería, sobre todo, comenzar a cuidarme de ella, a quererla. Tendría incluso que hablarle, «porque también las plantas necesitan cariño».
Obedecí, supongo, por cierto complejo de culpabilidad. Descubrí que una planta se tiene o no se tiene, pero, si se tiene, hay que cuidarla, porque toda vida es sagrada. Y desde entonces comencé a visitar con más frecuencia mi terraza. Me di cuenta que ése debería ser uno más de mis trabajos. Y creo que hasta me atreví a decirle piropos a la planta sin ponerme demasiado colorado por ello.
Y empecé a ser testigo del milagro: día a día veía cómo la yuca, más agradecida que ningún ser humano, iba enderezando sus lanzas, endureciendo sus troncos, haciendo asomar ramitas nuevas, multiplicando en longitud las que tenía.
Durante todo este año he dado a la planta el cuidado, el poquito cuidado que ella necesita. ¡Y estoy asombrado! En estos meses se me ha convertido en un verdadero bosque. Ahora sí que es lo mejor de mi casa. Quienes la ven dicen que vale un dineral, pero a mí ese dinero me importa bien poco. Lo que me encanta es verla orgullosa de vivir, brillantes las hojas, sólidos los troncos. Y hasta… con el sol de esta incipiente primaverilla le han salido dieciséis nuevos brotes, dos o tres de los cuales seguro que cuajarán en otras ramas nuevas, que van a convertir mi terraza en un jardín gozoso.
Lo que estoy contando es una historia, no una parábola que yo me esté inventando para escribir este artículo. Pero es también para mí un símbolo de muchísimas cosas. Del coraje que yo debería tener en mi vida. De las infinitas posibilidades de vida que hay en los hombres y en las plantas, sólo con que alguien se preocupe un poco de los unos y de las otras.
Me ha hecho descubrir algo que yo no había pensado – que el florecimiento de los seres vivos depende casi más del jardinero que de la misma planta y que de la tierra en la que está colocada. Poco cuidado produce mucha maravilla. Un olvido puede ser asesino.
Me ha hecho pensar que todas las cosas importantes florecen muy despacio, tardan años tal vez y hay que aceptar largos inviernos de aparente inmovilidad y estancamiento, pero que un día -no sabemos cuándo– todo amor termina por germinar y florecer.
Alguien me ha dicho que un día mi yuca terminará por dar flor, una sola flor, que llenará mi casa de un olor penetrantísimo. ¿Cuándo?, pregunto. Me dicen. «Tal vez dentro de años.» Esperaré. No tengo prisa alguna. De momento estoy ya orgulloso de que mis piropos infantiles y un poco de agua hayan estallado en dieciséis brotes nuevos. Como podríamos hacer brotar en tantas almas sólo con que alguna vez las mirásemos y las quisiéramos.
José Luis Martín Descalzo
en Razones para la alegría