Somos seres sociales que buscamos el reconocimiento como una necesidad para constatar que existimos para los otros. Para ser reconocidos y reconocer al otro, tenemos que ser visibles para los que nos rodean y nosotros tenemos que ver a los otros. Vemos lo que podemos ver. Hay personas y situaciones que son invisibles en nuestros espacios cotidianos como la escuela, trabajo, el barrio, en nuestra propia familia. Nuestras experiencias y creencias nos condicionan lo que estamos dispuestos a ver. Hacemos invisible lo que nos cuestiona nuestras certezas, creencias y valores que pueden conllevar un cambio en nuestro hacer y sentir diario. Cada momento necesitamos ver cosas diferentes, focalizamos nuestra visión en temas y personas que nos confirman aquello que sentimos y creemos y así nos reafirmamos en nuestra visión del mundo. Estamos inmersos en un juego de transparencias, donde lo visible y lo invisible nos va ayudando a construirnos la realidad a nuestra medida, con el fin de poder habitar en ella. Barrios de nuestras ciudades que no queremos ver y nos imponemos fronteras mentales para acceder a ellos, vecinos invisibles de escalera, niños en aulas donde no son vistos ni por maestros ni por sus propios compañeros, prensa que crea visibilidades e invisibilidades según el interés de los grupos que los subvencionan. Nos envuelven imágenes e historias en televisión y prensa que nos muestran realidades que nos inquietan y que las hacemos invisibles con un click. Hemos construido una normalidad, en la que convivimos con seres humanos que van perdiendo el derecho básico de ser vistos y reconocidos. Humanos condenados a perder esta condición por el hecho de no ser vistos por sus iguales. (…) Es menos desestabilizador no ver al otro y negar su presencia en nuestra vidas, así no hace falta cuestionarse cuanto de mí hay en la situación que vive el otro, (…) como si tratara de alejarlo de mi y me protejo de la posibilidad de que a mi me ocurra mediante mi silencio y mi negación. Si no lo veo no existe, y así podemos seguir viviendo en nosotros y para nosotros mismos. Es una responsabilidad ampliar nuestra visión y permitirnos dejar entrar en nuestra mirada a los otros que nos envuelven (…) No negarse a ver y preguntarse que puedo hacer para ver lo que no veo es abrir la posibilidad de transformar nuestra cotidianidad excluyente. Incluir al “otro” que hasta entonces nos era oculto es darle entrada a nuestro mundo. Asumir que todos somos uno y que la coherencia en nuestra convivencia diaria, en nuestra forma de relacionarse con las personas y las situaciones puede hacer que situaciones ocultas emerjan y se hagan ostentosamente visibles, inquietantes y molestas y al no poder ocultarlas nos corresponsabilicemos. LA PREGUNTA ES: si quienes estamos todavía visibles, lucharemos por salvarnos únicamente nosotros de la invisibilidad o, por el contrario, decidiremos que siendo mayoría tenemos el derecho pleno a decidir cómo queremos el sistema, a construir sociedades más justas en las que todos y todas podamos vernos, seamos verdaderamente visibles.
José González Paso
Cuando dejamos de ver por elección no sólo nos convertimos lentamente en seres ignorantes, sino que de pronto también nos vamos olvidando de a poco la inmensa misericordia que a nosotros se nos regaló.
Si por un ratito buscamos valor en nuestro interior y nos sacamos las vendas de los ojos; si nada más un segundo giráramos la cabeza para ver a aquel que estamos haciendo invisible, nos descubrimos de manera repentina exactamente igual que él, en su condición de persona. Nos descubrimos tan pequeños, tan pobres, tan nada, que da miedo (porque nos muestra la hondura del corazón propio) preocuparse por alguien a quien marginamos. Como dice el texto, tenemos miedo de volvernos iguales, o de afrontar la idea de que el otro puede descubrir partes mías que yo aún no conozco.
Pero si mantenemos un ratito más la mirada, si no nos olvidamos de la compasión y el amor con que estamos siendo tratados por un Padre que es infinito en misericordia; si dos segundos más logramos mantener este sentirnos acogidos y amados en la memoria, el otro ya no se vuelve invisible. Ya no hay diferencias entre su realidad y la mía. Puedo descubrirme exactamente igual, sea cual sea su condición, su raza, su credo, su forma de vida; e increíble y hermosamente amado de la misma manera que él lo es. Porque aunque parezca loco, sin él, yo no soy realmente yo; aunque parezca raro, ese invisible completa y constituye mi familia y entonces ya no hay diferencias entre nosotros. Ya no hay visibles o invisibles sino solamente amor. Llenándolo todo, y de nuevo, respondiendo a todas mis inquietudes.
Porque cada persona en su infinito misterio, es un ser de increible valor, porque al igual que yo, es Hijo. Y su valor no cambia por su condición social, o su estilo de vida, o mucho menos su personalidad. Sino que por el contrario, todo lo que lo conforma, enriquece aún más su valor.
Porque tenernos el uno al otro, es regalo. Animémonos a ver.